Laura Ordóñez Montoya

Y me volví mamá. Yo, la que lo había descartado, la que no sabía cómo un bebé podía encajar en la ya recargada agenda laboral y social que tenía. Pero la vida siempre da giros para que no nos aburramos y ahí, sin pensarlo, llegó ese pequeño. Los que son papás saben de qué hablo, aunque a todos nos ha dado diferente la noticia, según la época de la vida. En la mía, ya entrados los 30, no tuve ese miedo adolescente, sino que incluso internamente me parecía esperable.

Ahora, eso no quiere decir que estuviera preparada, y nadie lo está, así lo haya deseado toda su vida. La avalancha de emociones y pañales sucios es indescriptible, la entrega física no se imagina y llega un interrogante existencial y es saber en dónde termina la mamá y empiezo yo.

Me costó (y aún me cuesta) pensar en mis necesidades, en que la ahora “señora” es esa misma que una vez fue niña, adolescente, universitaria, chica de fiestas, conciertos, viajes y cuanto evento apareciera.

Me sentí perdida, no me reconocí, pero encontré muchas cosas que me ayudaron a volver a verme como individuo: “Mamá desobediente, una mirada feminista a la maternidad”, un libro que me regaló alguien que conoce mi interés en el feminismo, la modernidad y las nuevas maternidades y paternidades; grupos de what´s App de mamás primerizas como yo, a las que por ahora no conozco personalmente pero que se han convertido en el lugar de catarsis y de compartir amor (porque la pandemia también nos regaló nuevas formas de comunicarnos y llegar a querernos sin vernos); la compañía de la familia; las amigas, que son una red de apoyo importante (no se imaginan cuánto), y, en mi caso, la fortuna de un compañero maravilloso que entiende que la paternidad se ejerce, que no es un favor a la madre y que, como yo, desea lo mejor para quien llegó a agrandar la familia.

Así las trasnochadas, las madrugadas, las cambiadas de pañal y todo eso que nos dicen que es “jarto”, “malo” o “indeseable” se vuelven algo que pasa porque el que nació no sabe comunicarse de otro modo y llegó para que le enseñemos a hacerlo.

Por eso, si Usted conoce una mamá o un papá, reconózcales ese gran esfuerzo, no como algo que no ve que haría, como con esa admiración cargada de “asco”, sino como a alguien que tiene sueños, planes, muchas ganas de dormir (muchas) y cede eso (o más bien lo pospone) ante el amor de criar y educar a un ser humano en esta ya difícil sociedad.

No sea como esa gente desagradable que tuerce los ojos cuando un bebé llora en un restaurante, en un avión o donde sea. Créame. Esa mamá o ese papá a cargo conoce muy bien que puede llegar a incomodarle porque alguna vez estuvo en su lugar. Está en una situación en la que no sabe qué maroma hacer para que su bebé se calme. Más bien pregunte qué puede hacer o cómo puede ayudar, y si se siente chismoso, con que tenga un gesto o una mirada de consideración, es suficiente.

La educación de los niños está a cargo de los padres, claro, pero también de la sociedad, que con gestos hostiles le enseñará a portarse igual, o puede optar por partir desde la empatía para que esa persona un día, en distintas situaciones, también lo sea (incluso con Usted, nunca se sabe).

Otro día les contaré de cómo se me ocurrió en este trajín laboral y materno hacer mi maestría, escribir por este medio y, bueno, lo emocionante que es ser la mamá de este man.

Abogada y con un Juan en casa. No vine a hablar de derecho.

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