Este momento es ajeno a nuestro arsenal de experiencias. Nos hemos acostumbrado tanto a manipular otras especies que no sabemos qué hacer cuando aparece una que se niega a obedecernos. Cuando nos vimos frente al mastodonte, lo matamos, igual que hicimos con el perezoso gigante y el bisonte estepario y el avestruz asiático y el elefante mediterráneo y el león cavernario y el tapir chino y el cocodrilo melanesio. En África las criaturas grandes ya nos conocían y aprendieron a evitarnos, pero desde que nos dispersamos por el mundo nos dedicamos a exterminar todo lo que fuera más grande que nosotros. Nos volvimos capaces de matar todo lo que podemos ver. Solo desde hace un siglo sabemos defendernos de los asesinos minúsculos, pero esa guerra sigue en curso. Ya vencimos a la viruela y estamos dándole el tiro de gracia a la poliomielitis, pero los ejércitos invisibles son demasiado fértiles, y su hogar somos nosotros.
Este momento nos ha hecho mutuamente mortíferos. Una forma de vida que ni siquiera nos conoce y solo existe para sumar sus propios números resta los nuestros. Ya no reinamos sobre la cadena alimenticia. Nos hemos vuelto parte del menú. Siempre hay que tener cuidado de querer leer un sentido en los eventos históricos, pero es inevitable percibir un sabor irónico en el hecho de que para preservar la posibilidad futura de una sociedad humana tenemos que mantenernos separados.
Ninguna otra época podría haberlo logrado. En la generación anterior no existían las herramientas que le permiten a la economía del mundo seguir funcionando desde las cobijas. Nos alarma la cifra de muertos, pero habría sido cientos de veces mayor sin esta infraestructura de comunicaciones. Estamos equipados para sobrevivir a esto. Pero no podemos ignorar que fue la infraestructura de transporte la que permitió la difusión de los contagios en primer lugar. Un mundo menos conectado habría sido menos capaz de mantener una cuarentena prolongada, pero quizás no le habría dado a la plaga tantas oportunidades de propagarse.
Se siente extraño salvar el mundo quedándonos quietos en la casa, pero el peligro somos nosotros. Somos al mismo tiempo el arma y la víctima, secuestrados por una munición que solo necesita nuestro instinto social para matarnos.
Al final es un juego de espera. El virus puede esperar hasta que nos aburramos y salgamos a la calle. O nosotros podemos esperar hasta que los contagios disminuyan. La ventaja táctica del virus es que es incapaz de aburrirse.
Se supone que uno no debe temer a un enemigo que es menos inteligente. El reto que tenemos es probar que un organismo sin cerebro y sin manos no es más inteligente que la capacidad de cooperación de nuestra especie.
Y por eso ando con susto.