La foto que encontré para decorar esta columna da la imagen del equipamiento necesario para ir de viaje a una paradisiaca playa del caribe… de esas que tengo a dos horas de distancia de mi casa y a las que puedo acceder sin restricción de tiempo o recursos en este momento de mi vida; sin embargo, no es allí donde estuve, el sol y el calor fueron escasos durante 14 días para mi y el descanso es solo una palabra que no conocí durante ese periodo. Pero no es ese el tema, porque no es el destino lo que quiero resaltar, sino el irónico suceso de tener el paraíso a la vuelta de la esquina y dedicar mi primera salida de casa a un lugar a varios cientos de kilómetros y 6 horas en el futuro, aunque la ironía solo es una casualidad y tal vez mi deseo es concentrarme en lo aprendido.
En mi línea de trabajo -el cambio climático- una parte de mi aún no supera la idea de explorar escenarios apocalípticos debido al peso de la variable humana, sus gustos, sus placeres y decisiones y sobre todo sus individualidades, en la construcción de un futuro distópico donde el bien común es un sueño y los deseos de las personas son el motor que impulsa la idea de que nada más importa, excepto sentir placer, aunque los demás sufran en el proceso… al fin y al cabo son eso, demases. Entonces de fondo, frente a lo que pueda significar la pandemia, mi experiencia personal me lleva al terreno de la incertidumbre de pensar que ese mundo al que me abrí estaría lleno de seres como aquellos que imagino cuando pienso en lo que nos espera de aquí al 2030 y por ello salir de la burbuja en que estuve sumergido me causaba ansias y temor, cada paso fue complejo y los primeros seres humanos que encontré a mi paso no es que hicieran mucho por ayudar, y entonces recordé que confío en la ciencia, no enceguecidamente, pero confío y ese pequeño salto de fe, logró aliviar a mi corazón acelerado por las ansias.
No dejaba de producirme malestar cada persona que violaba mi espacio personal sin ningún cuidado, pero el miedo se desvaneció por un instante, un momento en que sentí la libertad de recorrer calles, plazas y espacios a los que había renunciado hace cerca de 2 años de manera voluntaria; volví a las aulas, a los bares, a las calles, a los trenes, a los restaurantes, al mercado y a planear escenarios futuros con personas que no conocía antes, mientras hablábamos viéndonos a los ojos. Por un momento, la confianza en la ciencia me hizo sentir un asomo de una normalidad que no extraño, pero que disfruto y que a pesar de todo, sigo convencido de que no debería existir… al fin y al cabo, la nueva normalidad se parece, al final del día, a la antigua, solo que esta vez viene con el rostro cubierto, la pendejada a flor de piel, y las calles llenas de residuos, muchos residuos.
Recorrimos el país de derecha a izquierda en el mapa, de extremo a extremo (y eso es todo lo que se de geografía), y fueron muchas las horas, las calles, las personas y los paisajes que visitamos en medio del recorrido y en cada parada, hasta que un día llegó el momento de volver, y nuestro regreso fue (pues obvio), en el sentido contrario, como recogiendo los pasos, pero ahora a toda velocidad, desandando el tiempo y el espacio que habíamos utilizado en nuestra conquista. Incluso, la última mañana me hice reír con la idea de que al final del viaje me convertí en un fantasma que venía siendo halado de regreso, y he tenido que buscar dentro de mi, si esa imagen, reproducida en reversa, no es también una muestra de que al final volví a ser quien era, tal cual era, antes de partir. Y ahora que volví, cuando todo es ya un recuerdo lejano, me siento a pensar, de nuevo en mi burbuja, si me alcanza la confianza para ir a explorar el paraíso que tengo a la vuelta de la esquina o prefiero quedarme aquí, aunque ahora siento, que no lo será.