¿El poder para qué?

Al parecer esta pregunta de Darío Echandía nunca pasará de moda. Y esa es quizás la que muchos en el Gobierno y en la oposición deberían hacerse, porque lo que se ve es que lo que se busca es llegar a él sin saber con qué fin, con qué objetivo.

¿Ayudar a los más pobres y necesitados? ¿Conservar los privilegios de algunos? ¿Reivindicar las luchas y los derechos de las personas que los han perdido? Uno no sabe a ciencia cierta qué se quiere cuando un gobierno llega a cambiarlo todo o a dejar las cosas como están.

Para qué los cambios estructurales, empezando de cero, si después llega otro gobierno a hacer una contrarreforma y a volver a empezar de nuevo. Así no hay país ni empresa que funcione. Lo que se necesitan son acuerdos que dejen tranquilas a las mayorías, a los que votaron por un proyecto político y a los que no.

Al presidente Petro se le pueden reconocer varias cosas, como que ha mostrado interés en el mejoramiento de las condiciones de vida de muchas personas, su marcada preocupación por el medioambiente, su buena voluntad para conseguir la paz con todos los grupos al margen de la ley, el inicio de obras que son importantes para el país, como la reactivación de los ferrocarriles, las grandes incautaciones de droga y las apuestas por labores clave de infraestructura.

Se le puede reconocer, así mismo, que es carismático y un férreo defensor de sus ideas; terco, testarudo y obstinado a la hora de dar sus argumentos en contra de los que lo atacan, y eso está bien, porque quiere decir que está convencido de que lo que hace es lo correcto, y varias cosas más que sus furibundos, y muchas veces mentirosos seguidores sacarán relucir. Pero hay un pero: no cambia con nada y, entonces, queda en duda su promesa de cambio. ¿Cómo puede cambiar las cosas si él mismo no lo hace?

Agudiza las controversias y promueve las confrontaciones con la oposición y con sus detractores, que también son furibundos y varias veces mentirosos. En cada discurso, en cada publicación en su cuenta de X (la peor herramienta que utiliza, y la que más le hace daño) genera reacciones y debates ponzoñosos que en nada contribuyen al país.

Hace nombramientos muy cuestionados de personas sin experticia para sus cargos, al parecer solo porque le aplauden todo y despide a personas que podrían ayudarlo en el gobierno, esas que no le dan palmaditas en la espalda, sino que le hacen caer en la cuenta de sus errores; pareciera que si las cosas no le salen, las quiere implementar a la brava, se enfrenta a los otros poderes públicos, a la prensa. Les da protagonismo a recalcitrantes defensores de su gestión que hasta con insultos y groserías quieren hacer valer, también a la brava, la labor de su defendido.

Temas de presunta corrupción en la administración han salido a flote y el caso de su hijo Nicolás cada vez trae mayores problemas a su gobernabilidad. Que él no tenga la culpa de esas cosas, que no esté enterado de ellas, lo cual deberá determinar la justicia, no lo exime de hacer un profundo revolcón en su proceder y una profunda reflexión en torno a lo que debe hacer de aquí en adelante, además de un cambio urgente en la manera de gobernar.

Porque entonces el poder para qué, ¿para seguir igual? ¿Para seguir obrando de la misma forma en la que obraron los que tanto se critican? No puede haber un país que progrese si el gobernante cree que no hay nada por rescatarse de lo que los demás le dicen y le pretenden aportar.

El poder es para construir un país en el que las mayorías estén satisfechas, no un país dividido, polarizado y en el que el odio prevalezca. No es para que todo el mundo esté contento tampoco, porque diferentes opiniones y deferentes puntos de vista sobre la vida y sobre el mundo siempre habrá, pero al menos, no estaría mal que se ofreciera una nación en la que las disputas sean por mejorar cada día más y no por las prebendas que da ese poder.

Al Gobierno le queda tiempo aún para enderezar el camino. Muchos ya lo catalogan, con fanatismo y con absurda ceguera, como el mejor de la historia. Otros, con odio, con cizaña y también con ceguera, como el peor. Y no hay tal. Los gobiernos todos han tenido aciertos y yerros, y este no es la excepción, pero valdría la pena que cuando se acabe, se le recuerde porque reflexionó y dejó un país más cohesionado y con más deseos de seguir avanzado.

Eso solo se logra si se hacen consensos, no renunciando a lo que se cree, pero sí admitiendo que hay otros que piensan diferente y, aun así, aportan y contribuyen. Es fundamental que se oiga a esos otros, pero a los que realmente construyen, que hay varios, no a esos opositores que estigmatizan y a los que los invaden el rencor, la grosería, las mentiras y el odio.

Las reformas que se han planteado no van a pasar en el Congreso ni en la Corte Constitucional tal y como las ha presentado el Ejecutivo. Ninguna. Y así debe ser, porque el poder no es para imponer sino para oír y edificar. No es para acallar voces sino para darles vida a nuevas ideas que vayan en la misma tónica con las que se pensaron. Ojalá, de un lado y del otro se den cuenta de eso.

El poder tampoco es para encubrir ni silenciar a nadie. Esas experiencias las ha vivido Colombia muchas veces y no sería coherente que el llamado ‘Gobierno del cambio’ repitiera los mismos vicios de siempre. A los que critican las gestiones hay que dejarlos que muestren sus argumentos, pero que lo hagan con clase, con altura, con decencia, no con memes ni con montajes, ni mucho menos, con insultos.

Renglón aparte merecen los medios de comunicación, muchos de los cuales han dejado de hacer periodismo para convertirse en tribunas y trincheras plagadas de activismo para hacer oposición o para respaldar al Gobierno.

Ese periodismo que se vale y se alimenta solo de las críticas olvida el equilibrio informativo y desconoce, quizás a propósito, que a la audiencia hay que mostrarle siempre dos o más puntos de vista sobre un hecho, porque es ella la que decide qué está bien o qué no.

Los programas de opinión y de debate en donde se les da cabida a los opositores y gobiernistas son válidos mientras el periodista no tome partido. Pero en los informativos no es posible mostrar sesgos a favor o en contra de algo o de alguien. Eso es periodismo mediocre, amañado, sesgado y al que realmente habría que pararle pocas bolas. El cuarto poder no es para destruir gobiernos ni para ensalzarlos, sino para mostrar sus cosas positivas y negativas. Y para denunciar, claro, cuando a ello haya lugar, todo lo que vaya en detrimento de la honestidad y del bienestar común.

Pedirles que cambien a los que hacen ese tipo de periodismo, al parecer, premeditadamente hecho para satisfacer intereses particulares, es inútil, no lo harán. Lo que sí se puede pedir es que la gente no coma entero todo lo que se dice o se hace en esos medios reconocidamente interesados en defender políticos. Al público hay que pedirle que confronte y corrobore siempre lo que en ellos se publica, que muchas veces son mentiras.

Y ya que hablamos de programas de opinión y debate, para cerrar, es necesario hacer un reconocimiento a uno de los mejores: ‘La otra cara de la moneda’, que se emite todos los días por Cablenoticias. Un proyecto de Ana María Vélez, quien hoy hace parte de en RTVC Noticias, y quien, además, lo dirigió y lo condujo con éxito. Equilibrado, con datos e informes de contexto que orientan a su audiencia, con cabida para diferentes voces y bien conducido en este momento por John Posse. Se necesitan más programas así.

Adenda. Se vienen cambios en el gabinete de Petro. Hay que volver a hablar entonces de los activistas y de los técnicos. Los dos son necesarios en un gobierno. Hay mucha gente que tiene muchos títulos y es mediocre, un fiasco completo en los cargos que desempeña. Otra, sin ellos, hace grandes cosas. Lo que sí es cierto es que la experiencia debe tenerse en cuenta a la hora de elegir a alguien que va a ocupar un alto cargo en el Estado. Ojo ahí, señor presidente.    

Comun. Social-Periodista. Asesor editorial y columnista revista #MásQVer . Docente universitario. Columnista de @LaOrejaRoja

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