Cuando nació mi hijo y me miré al espejo, no me reconocí. No sentí que me viera mal o bien, solo era diferente. Recuerdo también llorar desconsoladamente mientras me bañaba, porque en esa montaña rusa hormonal sabía que yo había cambiado.
Mi mantra por esos días era “todo pasa”, y sí, todas esas sensaciones de extrañeza poco a poco van pasando, sin perjuicio de las cosas que seguramente no serán como antes.
Hay que decirse la verdad. No somos Sascha Fitness que, a dos meses de parir, tiene el abdomen marcado (admirable tal disciplina, aunque francamente no sé si quisiera vivir con la presión con la que ella vive por su imagen, todos opinando, todos preguntando que por qué esto, por qué aquello, no, no es para mí). A la mayoría nos quedan unos kilos de más, además mal ubicados, porque quisiéramos conservar la cintura del pasado, junto con un brasier rellenito de pechos firmes y la cola bien parada. Pero no, usualmente queda la pancita y nos toca hacer un esfuerzo extra para que la ropa ajuste como antes.
Eso, como es de suponer, nos llena de muchas inseguridades, atando nuestra autopercepción a cómo nos vemos y no a cómo podemos sentirnos ante el logro de dar vida y de iniciar una nueva etapa en este camino.
Entonces el espejo se convierte en el peor enemigo, no dan ganas de “arreglarse” porque “¿para qué?”, cuando a los ojos de nuestros hijos somos hermosas, admirables, superheroínas y les alegramos el día con una sonrisa.
Nos damos mucho palo, esa es la verdad. En vez de reconocer nuestra nueva etapa y tener actos de autocuidado, empezamos a criticarnos como si eso nos hiciera algún bien. Los años pasan, el cuerpo cambia, y una forma de agradecerle por ser ese vehículo en este viaje sería ser más considerados con él, más empáticos, más amables, porque hay épocas en las que nos portamos como si fuera el peor enemigo.
Hay cosas con las que seguramente no estamos conformes, pero está en nuestras manos atenderlas amablemente, sin que el proceso se convierta en un calvario, en una suerte de castigo. Además, no pueden volverse definitorias de quiénes somos, de cómo nos percibimos ni mucho menos de nuestra seguridad.
Lo que somos va más allá de cómo nos vemos, porque hasta sentirse poderosa, atractiva y verse sensual, si se quiere, es una cosa interna, algo que proyectamos desde nuestro bienestar interno. Por eso, hay que hacer cosas que nos hagan felices, que apunten a lo que queremos, que nos produzcan la alegría de ser quienes somos, poderosas y maravillosas.
Sí, somos madres, pero somos también hermosas, exitosas, sensuales, divertidas… La maternidad no nos quitó, nos sumó en todos los sentidos y eso es digno de celebración y empoderamiento.