Era octubre de 2014, era de madrugada y mi síndrome del impostor se estaba acomodando en su punto más alto de la historia. En aquel momento me encontraba en un bar de mala muerte en Berlín celebrando un reconocimiento que estaba a punto de recibir. No era el único aquella noche, junto a mi, otros 24 jóvenes investigadores de otros tantos lugares del mundo habíamos hecho una pausa* para socializar al ritmo de la música, el tabaco y el alcohol después de dos semanas de un viaje de exploración y conocimiento en el que una de las preguntas más frecuentes que nos hacíamos cuando estábamos a solas era: ¿por qué yo?
Cada uno de nosotros había sido escogido, después de una minuciosa revisión de hoja de vida y logros por parte de un jurado de lujo, entre un total de 1500 candidatos alrededor del mundo, para ser merecedores del premio “Green Talents” del ministerio de Ciencia y Educación Alemán. La razón de este premio, si nos atenemos a la convocatoria, se basaba en la calidad de nuestro trabajo y el impacto potencial de nuestro perfil en el futuro de la investigación en sostenibilidad; con algunas excepciones, en un grupo tan grande y tan diverso, puedo reconocer hoy que la mayoría de nosotros, aún estando allí, no creíamos tener lo suficiente, o al menos eso parecía ser, pues cada noche, al empezar la reunión obligada en los bares de cada estación, terminábamos rumiando el mismo tema al ver a nuestros semejantes y sus logros.
Fue entonces hasta aquella noche en Berlín, después de un par de aguardientes (porque uno siempre termina encontrándose a un Colombiano en cualquier lugar del mundo) que decidí abordar a uno de los coordinadores del programa y ya en confianza, le pregunté:
¿Por qué yo?
No sé realmente qué respuesta esperaba, dentro de mi las opciones eran o un discurso que me subiera el ego al mismo nivel en que estaba situado mi impostor o una explicación de cómo se habían quedado sin opciones y habían dejado que mi nombre fuera elegido al azar, pero recuerdo claramente ese momento a pesar de que debiera tener lagunas porque lo que me dijo mi interlocutor, fue una lección que no debía olvidar.
¿Por qué no?
No sé si usted esperaba algo más en mi historia, más tensión o mejores argumentos, pero para mi, esa respuesta fue un reto directo a ese pedacito de mi que se resistía a pensar que podría merecer algo como lo que estaba viviendo, ninguna respuesta que yo diera a esa pregunta, intentando justificar que no debía estar ahí, estando ahí, me satisfizo desde ese momento en adelante, y aún hoy, cuando a pesar del tiempo y el camino recorrido todavía cargo con ese impostor a cuestas, retar a mi mente y mis miedos en las noches, me da argumentos suficientes para sentir que todo lo que haya podido alcanzar en mi vida es merecido y lo mejor, me da razones para ir por más.
Hoy el impostor ataca los cimientos de quien soy apelando al ego y la humildad, una voz en mi cabeza resuena diciendo a cada paso: “está bien, puede que lo merezcas, pero calla, oculta, agacha la cabeza y no te jactes de aquello que eres y menos de lo que sueñas. No le digas al mundo lo que puedes lograr y mucho menos lo que sabes”. Hace mucho tiempo vengo creyendo que esa idea de humildad que nos inculcaron de pequeños es la base de que hoy seamos los principales agentes de negación de nuestros talentos; mientras tanto el mundo se llena de vendedores de humo que están llenos de certezas aunque estén equivocados y nosotros nos resignamos a callar porque no podemos enfrentar, ni siquiera las mentiras o las fallas de sus argumentos, sin caer en el pecado de la vanidad.
Y es por esto que debemos luchar cada mañana contra nosotros mismos al salir de la cama y enfrentar el mundo como si convencernos del valor de lo que hacemos fuera un trabajo de tiempo completo, como si fuéramos Sísifo enfrentando el castigo de los dioses solo por existir, ser, saber o hacer, acallando la voz en nuestro interior y también la de nuestros semejantes, porque el ego es un pecado que debemos evitar y merecer es algo que no debemos perseguir.
Y otra vez, aunque sin una gota de alcohol, me vuelvo a hacer la misma pregunta, con la misma intención…
¿Por qué no?
* Está bien, esa pausa la hicimos casi todos los días, pero eso es otra historia