NO MÁS RICHTER

Me llamo Gina y soy sismóloga.

No fue una vocación natural, no nací apasionada por los terremotos ni me emocionaba ver los escombros y las personas afectadas por televisión. Fue más un gusto adquirido, una pasión oculta que se fue abriendo camino a pasos muy pequeños. Actualmente soy docente en una facultad de ingeniería y estoy tratando de reincorporarme formalmente a mi cargo de investigadora (que tuve que suspender temporalmente por cuestiones de salud). Ser profe, sin duda, es una de mis grandes pasiones, y al ser maestra de asignaturas relacionadas con sismología me enfrento clase a clase con un montón de desinformación.

Mi enemigo día a día, tema a tema es la desinformación.

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Entonces me dispongo a reflexionar sobre esa capa pesada y empolvada que cubre cada noticia, suceso o discusión. En algún lugar leí, que actualmente, la definición de “analfabetismo” no es desconocer la lectoescritura, sino carecer de las herramientas necesarias para discernir entre la información real y la que pueda ser truculenta o falsa. Si éste es el parámetro para medir, los analfabetas parecen haberse multiplicado como plaga al mismo ritmo que las redes sociales permean nuestras vidas y hogares. Muestra de ello son las toneladas de cadenas falsas que son reenviadas, la epidemia de teorías conspirativas sobre muchos temas de relevancia mundial o la validación de grupos que se oponen a avances científicos y tecnológicos que benefician a la sociedad (antivacunas, terraplanistas y demás). Si los docentes, desde nuestras aulas, tenemos que competir contra esta inmensa ola de desinformación, ya naufragamos, porque los contenidos escandalosos y apocalípticos son mucho más gustosos al antojo amarillista y goloso de la sociedad actual.

Yo tengo una explicación para este fenómeno que puede o no ser acertada, es la mía y si encuentro evidencia de que el agua fluye hacia otro lado, cambiaré de postura con tranquilidad.  No soy un árbol con raíces que no puede moverse de lugar, por el contrario, me genera tranquilidad la evolución. Creo que la ciencia y el conocimiento son costosos, y no me refiero a dinero, sino a tiempo y a esfuerzo.  Para lograr dominar un tema (el que sea) de manera medianamente competente, no solo es necesario estudiar, practicar, trabajar, equivocarse y mantenerse actualizado, sino que es indispensable exponer el conocimiento adquirido a otras personas expertas para contrastar la idoneidad de ello (formal o informalmente).

Yo puedo decir que he dedicado 1500 horas a estudiar ajedrez, puedo haber leído todos los libros teóricos o incluso saberme de memoria las partidas de los rusos, pero hasta no jugar una partida con alguien competente, no podré saber si lo que aprendí realmente sirvió de algo, es adecuado, útil, eficiente…o incluso “real”.  La discusión y la exposición entre pares enriquece y pule la información y la convierte en experiencia. Y acá estamos fallando todos, al creer que el conocimiento es un proceso unidireccional, que “leer mucho” es “adquirir conocimiento”, que “consumir mucha información” nos convierte en “expertos”.

Entonces, tratar de comprender fenómenos naturales, económicos, sociales, antropológicos, políticos o científicos, requiere esfuerzo, tiempo y validación; monedas que al parecer pocas personas están dispuestas a invertir y mientras tanto, usando una metáfora de comida rápida, abundan videos, cadenas, y fuentes que prometen hacer un resumen low-carb, rápido, bonito y al alcance de todos los hambrientos de fast-info. Nada más truculento. Si la información que estamos adquiriendo no tiene un sustento o una validación, es muy probable que estemos tragando una merienda que llena mucho pero no alimenta. Es imperativo incluir en los planes educativos, asignaturas obligatorias en las que se enseñe a la población a identificar fuentes fidedignas, a contrastar información truculenta y a dejar de multiplicar la desinformación por redes.

Creo además que existe un sesgo cognitivo (que me corrijan los expertos en el área, yo soy sismóloga) en el que las personas se sienten más tranquilas adoptando una explicación que logran comprender, aunque sea falsa, que una explicación verídica que resulte demasiado compleja. Y creo que por eso es tan atractivo caer en trampas de desinformación, porque nos resulta más seguro protegernos tras nuestras propias limitaciones que tener que confiar en terceros a quienes ni conocemos, ni entendemos.

En lugar de habernos enseñado hambre por aprender, nos enseñaron vergüenza por no saber.  En lugar de inculcarnos el hábito de preguntar, nos obligaron a recitar credos académicos sin digerir.  Y cuando la información que tenemos a nuestra disposición nos obliga a adoptar una postura contundente y no poseemos las herramientas de discernimiento, nos vamos a inclinar inevitablemente por la que nos genere más confianza, no necesariamente por la que nos diga la verdad. Tener algo de control en nuestra mente genera sosiego, y en estos tiempos, el sosiego es supervivencia.

En este punto del juego mediático entra un protagonista fundamental: Los medios “oficiales” de comunicación. Los pongo entre comillas porque ya no se sabe para quién trabajan, ni cuál es la finalidad de sus emisiones. Hace unas décadas, cuando era niña, lo que decían en la “tele” era una verdad irrefutable (seguramente también nos engañaban, pero de manera más formal y elegante) y más si salía en el “Noticiero de las 7”. Unas décadas después, los noticieros y varios diarios locales (como los recuerdo, porque hace unos lustros que no vivo en Colombia ni me alimento de esas fuentes de información) son un show de noticias explosivas, maquilladas, preparadas y amañadas según una agenda oscura, en la que la verdad ya no es medular y dejó de serlo hace mucho.  Y cuando estos medios deberían estar del lado de la academia y luchar por un país mejor informado, más objetivo y menos “analfabeta”, hacen lo opuesto y generan confusión, caos y en muchos casos desinformación intencionada, algunas veces con fines políticos, otras veces solo por ganar audiencia. 

La población entonces no sólo no tiene herramientas de discernimiento, sino que además es acarreada por los medios oficiales y se ve inundada por cadenas multicolores de teorías conspirativas. No es de extrañarse entonces que haya personas que no quieran vacunarse, que nieguen los falsos positivos o que crean que Mercurio y su órbita tiene alguna influencia en los dominios de Mark Zuckerberg. Yo soy divulgadora científica y trato cada día de romper mitos, de explicar con palabras sencillas conceptos complejos; procuro abrirme camino en redes sociales con algo de ciencia al alcance de todos y lo hago porque me gusta, porque es necesario seguir luchando contra todos los medios de desinformación (y más aún si son oficiales).

¿Por qué “NO MÁS RICHTER”? Porque, aunque los sismólogos llevamos décadas insistiendo hasta el cansancio (de manera oral, escrita, formal e informal) que los terremotos ya no se miden con esa escala, y no se miden en grados; cada vez que hay un sismo en Colombia (o en otros países), la noticia sale nuevamente con un titular en letras grandes que anuncia “Sismo de 6.7 grados en la escala abierta de Richter”, y esa noticia se hace viral y tenemos que empezar nuevamente desde cero.  Y seguimos sin comprender ¿Cuál es el cariño de los medios con una escala obsoleta?, ¿Cuál es la fijación con los grados, que se usan para medir distancias o temperaturas, pero no sismos?, ¿Qué quieren decir con escala abierta, o quién la abrió?  y ¿Cuál es su negación con abrirle espacio a sismólogos reales en lugar de buscar adivinos o videntes que tratan de predecir el próximo terremoto?

La desinformación es uno de los enemigos más peligrosos de una sociedad moderna, tolerante, informada y sensata.

Nuestro espacio está abierto para todas y todos

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