Construir una familia es de las cosas más complejas que hay. Si a veces no se entiende uno mismo, imagínese llegar a acuerdos con otro sobre qué hacer en la cotidianidad y en la crianza de otra u otras personas. Como he dicho en otras oportunidades, una familia, una empresa tan importante, requiere esfuerzo diario por todos los que la componen. Eso sí, como vemos día a día, las familias tienen diversos orígenes y miembros pues, aunque inicialmente uno pensaría en que están mamá, papá y los hijos, lo cierto es que no siempre ocurre de esta forma.

Las mujeres de ahora hemos sido educadas de una forma diferente a la de nuestras abuelas e incluso nuestras madres. Antes se decía que debíamos soportar por el simple hecho de la unidad familiar, que debíamos ser el sostén, que lo más loable como madres era nuestra posición sacrificada y prácticamente de beatas, pues anteponíamos cualquier cosa antes que nuestra propia felicidad.

Sin embargo, esta educación va quedando en el pasado (por fortuna), nos hemos ido apropiando del derecho a ser felices y lo debemos en muchos sentidos a nuestra moderna independencia económica, que nos permite estar o no estar en un hogar, lo que nuestras antecesoras no podían siquiera pensar.

Pero algo que no nos hemos quitado aún es el sesgo de la que es mamá sin pareja. Existe una extraña tara frente a mujeres que ejercen su maternidad, que se dedican a sus hijos, pero que no están “patrocinadas” por su pareja y padre de sus hijos. Y ese señalamiento aumenta cuando los hijos son más pequeños, porque entonces vienen comentarios como “para que tuvieron ese bebé si se iban a separar”, como si fueran adivinas, o “es que esos matrimonios de ahora no duran nada”, como si conocieran la intimidad de la relación, el sufrimiento de quienes estuvieron juntos, o asumiendo que la decisión fue muy fácil de tomar. Se ignoran el llanto, las noches en vela, la angustia y el auto señalamiento porque sí, seguimos siendo expertas en eso, en echarnos culpas que no debemos cargar.

Como si fuera poco, también se juzga si la señora inicia una nueva relación sentimental o si decide estar sola porque “seguramente sigue entusada por el marido”. Pensamientos ligeros que pocas veces conocen o dimensionan cuánto costó la decisión de no ser infelices.

Alguien me dijo alguna vez que prefería que su hijo tuviera dos hogares en paz antes que un campo de guerra como casa, y cuánta razón tenía. Los niños son como esponjas. Desde que nacen están atentos a todo tipo de tratos, formas, costumbres y siempre queremos darles lo mejor. No quiere decir que no haya discusiones en casa, como es obvio, pero lo ideal sería que ellos aprendan a comunicarse y a discutir dentro de los linderos del respeto, cosa que sí depende de nosotros como padres.

No deberían menospreciarse el dolor, la valentía o la felicidad detrás de la decisión de no compartir el techo con alguien más por el bienestar personal. Ya suficiente se tiene con renunciar a un proyecto de vida o a una expectativa como para que otros vengan a cuestionar decisiones tan privadas que se toman en zapatos en los que posiblemente nunca han estado.

Somos libres, todos, de hacer lo que más nos produzca paz. Una actitud más compasiva y, por supuesto, respetuosa es bajarse del pedestal de la perfección para entender que por muchos motivos algunos no tienen el “hogar perfecto” (además inexistente) así lo hayan soñado y decidieron apartarse de una situación que les hacía daño y a la larga podía afectar a sus hijos. Valdría la pena entender que las familias ahora son diferentes y que el hogar es ese lugar de paz por el que cada día trabajamos, con o sin pareja porque mamás y papás felices, juntos o separados, hacen niños felices.

Abogada y con un Juan en casa. No vine a hablar de derecho.

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