Necesitamos más que protocolos

La universidad, como todos los campos y medios orientados al desarrollo de la humanidad, nace con la exclusión absoluta de las mujeres. La posibilidad de acceder a la educación ha significado una lucha de más de 100 años por parte de muchas mujeres que han ido ocupando espacios, poniendo el cuerpo, para lograr que hoy nosotras nos preparemos más que los hombres, lo que ha dado la sensación de que es un derecho pleno y garantizado del que gozamos y por el cual ya no tiene sentido nombrarlo “lucha”. Sin embargo, nos siguen cobrando un impuesto muy alto por atrevernos a educarnos: la violencia.

En Colombia, la educación para las mujeres empieza ligada a la religión, buscando que la formación garantizara excelentes amas de casa, esposas y madres. Recién en 1932 pudimos ser bachilleres, pero sin tener los mismos conocimientos de los hombres, pues se creía que la educación igualitaria nos iba a “distraer de las labores en el hogar”. En 1934 se logra el acceso a la universidad y las primeras ofertas académicas fueron asociadas a la educación, carreras auxiliares como la bacteriología y al cuidado como la enfermería, siempre con la lógica de “asistir” al hombre poseedor del conocimiento máximo y a los roles de cuidado. En 1935 Gerda Westendorp es la primera mujer en ingresar a una facultad de medicina con el mejor examen de admisión rompiendo así una serie de techos de cristales en el marco de la educación.

Tenemos apenas 88 pudiendo acceder a la educación superior, luchando además por poder elegir que estudiar. Se ha avanzado mucho, sin embargo, no ha sido gratis.

Ingresar a la universidad ha significado resistir a un sinfín de violencias que aún hoy se mantienen. El sistema patriarcal en el que se configuran las universidades (y colegios) hace pensar que nuestro derecho a la educación es un favor que los hombres nos hacen y por tanto, debemos pagarlo tolerando calladas la misoginia de la que se sienten orgullosos. Fue recién con la constitución del 91 que se reconoce que ante la ley todos somos iguales que se empezaron a pensar mecanismos para garantizar el acceso y permanencia a la educación y hacerles frente a las violencias que limitan las posibilidades de desarrollo, sin embargo, no se ha superado la idea de que si nosotras queremos ocupar espacios diseñados por y para los hombres (blancos, cisgénero y heterosexuales) debemos someternos a sus condiciones.

Hoy tenemos acceso a la educación superior, siempre que cuentes con recursos, no solo económicos sino redes de apoyo para las mujeres que son madres o que deben sostener su hogar. Podemos elegir en qué queremos formarnos, siempre que la educación escolar garantizara la formación en igualdad de condiciones, ya que, por ejemplo, hay profesores de matemática que ponen más énfasis en la educación de los niños que de las niñas y finalmente, que nos hayan alentado a mirar campos profesionales diferentes a las asociadas a la educación, el cuidado y la asistencia.

Cumpliendo esas condiciones, entramos a la universidad en una carrera de nuestra preferencia para pasar a “pagar” el derecho a la formación profesional. Sexismo, acoso y ciberacoso, violencia sexual, emocional, psicológica, institucional y simbólica hacen parte del costo que debemos asumir las mujeres en nuestros procesos formativos. Y cuando los hacemos visibles como ha venido pasando en los últimos años la respuesta que encontramos en el Estado e instituciones son protocolos androcéntricos que solo le sirven al patriarcado y no soluciona la violencia contra las mujeres, no dan garantías para nuestro derecho a la educación y al trabajo en la academia.

Y esto ocurre porque se han exigido protocolos, pero no perspectiva de género, que es la herramienta que permite visibilizar y comprender las diferencias estructurales que configuran las dinámicas de opresión a partir de las relaciones de poder que se establecen en las instituciones. Entonces para la prevención de las violencias vemos acciones como “talleres de empoderamiento femenino” como si el problema estuviera en nosotras y no en los machos que agreden. Para la detección de las violencias organizan glosarios que nadie entiende porque hay una negativa absurda para hablar de consentimiento y de la responsabilidad que implica tener cargos de poder como lo es el rol docente.

La atención de las violencias basadas en género es el callejón sin salida donde muere todo, porque crean protocolos sin hacer las debidas articulaciones con los reglamentos, códigos disciplinarios y manuales de convivencia, entonces se concentran en atención psicosocial a las víctimas con practicantes y profesionales sin formación en género o estrategias revictimizantes como los careos con agresores. Al final son las estudiantes las que terminan por abandonar sus estudios para no encontrarse con los agresores porque la universidad no da ninguna garantía de seguridad para continuar estudiando y si la institución quiere pasar por “cero tolerante a la violencia” hace renunciar al agresor dándole carta blanca para llegar a otra institución a hacer lo mismo, pues el pacto patriarcal es tal que consideran que un despido puede “dañarles la vida manchando sus hojas de vida”.

Ni hablemos de las dimensiones de restauración y no repetición, pues además de los vacíos en los protocolos de atención, las mujeres que denuncian deben enfrentar violencia institucional: dudas sobre sus testimonios, minimización de los hechos, culpabilización sobre la agresión sufrida y un gran etcétera que solo ayuda a desincentivar las denuncias. Tratando el problema en silencio, en privado, invisibilizando su existencia, causas y consecuencias se lavan las manos y creen que así mantienen una buena imagen institucional.  

Los protocolos sin la obligatoriedad de la perspectiva de género no ayudan a que la universidad sea un lugar seguro para las mujeres, en cualquiera de los roles que ocupen en la institución. Este debe ser un asunto transversal, no destinado únicamente a unas páginas con el título de “protocolo”. Debe aparecer en las mallas curriculares, en la formación y planeación docente, en las programaciones de los departamentos de bienestar, manuales de convivencia, reglamentos, códigos disciplinarios. Debe estar orientado a toda la comunidad universitaria de manera constante, no solo cuando “aparecen los problemas”.

Sin el estudio, análisis y comprensión de las desigualdades estructurales basadas el sistema sexo-género tradicional, las universidades nunca lograrán alcanzar los objetivos de desarrollo que se plantean ni podrán tener un impacto real en los procesos de cambio social de los cuales se ufanan, porque sin pensar en las mujeres y en su bienestar la sociedad está destinada al fracaso.

💚Psicóloga Feminista (Ella/She/Her) 🤍Terapia de Duelo por Fallecimiento 💜Acompañamiento en Violencia Basada en Género

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