“Malparidas” fue la palabra tendencia en X el 9 de marzo, después de la marcha por el Día Internacional de la Mujer Trabajadora que se hace todos los años. Y la tendencia se da, como todos los años, por la viralización de un par de fotos y vídeos de las acciones de iconoclasia (daños a estructuras simbólicas como paredes, monumentos, instalaciones, etc.) en las marchas.
Pero no voy a hablar sobre eso, con una búsqueda rápida en Google de iconoclasia feminista se enteran de sus razones, que tiene que ver con la digna rabia en un mundo que nos desprecia profundamente por no ser hombres blancos heteronormados, y de la diferencia con el vandalismo, que se acerca más a lo que esos hombres hacen con nuestros cuerpos por ser mujeres.
Quiero hablar de lo todo lo otro que ocurre en una marcha feminista, de su poder y de su magia. Del por qué es tan importante para nosotras, en un momento de apropiación política de las calles que hacemos dos días de los 365 que tiene el año.
Lo primero es toda la preparación previa a una marcha de este tipo. No me refiero propiamente a la planificación de la misma que hacen las colectivas que le dan estructura al movimiento social, sino a la que una hace con las amigas. Pasamos al menos un mes reconociendo nuestras razones, nuestros dolores, nuestra rabia. La rabia de las mujeres tan invisibilizada como la tristeza de los hombres. Así cómo a ellos les dicen que no pueden llorar porque eso es de niñas, a nosotras nos dicen que enojarnos nos hace ver feas, cantaletosas, de manera que la rabia de las mujeres no es deseable para el patriarcado. Y pues, tiene sentido que no sea deseable, la rabia es esa emoción que nos permite identificar injusticias y actuar en consecuencia.
Esa rabia que nos motiva a ir y que nos acompaña a planear los carteles que llevamos, el outfit, los mensajes que vamos a transmitir los días previos en nuestras redes sociales, a nuestras familias y amigues. Y vamos acumulando tensión. Porque ser mujer y ser feminista es verle la cara a la violencia por ser mujeres en las experiencias de las mujeres víctimas con las que tratamos a diario, directa o indirectamente. Porque muchas tenemos contacto directo, como yo en los espacios terapéuticos, pero la noticia del feminicidio la vemos, la sentimos y nos atraviesa a todas, así cómo la historia de abuso de la amiga de la prima de la vecina también nos hace revivir experiencias propias.
Prepararnos para la marcha es un ejercicio introspectivo y catártico de estas malparidas feministas que, dicen, solo sabemos hacer daños. Muchas hacemos el trabajo que el Estado y las Instituciones se niegan a hacer en términos de identificación, prevención, atención y en lo posible reparación de las víctimas, sin remuneración por supuesto, porque el activismo también es trabajo no remunerado, y del que además exigen que les enseñemos a los hombres a no violarnos y no matarnos.
Se llega el día y nos encontramos en el punto de concentración. Este año en Medellín nos vimos en el Parque de las Luces, frente a la sede administrativa la Alpujarra, donde están las oficinas de la alcaldía y la gobernación, en el centro de la ciudad. No ha comenzado la marcha y ya empezamos a sentir el poder del espacio público ocupado por mujeres. Por una vez ese lugar es de nosotras, para nosotras. Si alguien nos aocsa con eso que llaman “piropo” o intenta tocarnos, en ese lugar, en ese momento, tenemos la certeza de que todas las mujeres que están presentes van a responder para protegernos. Como dice Vivir Quintana: tocan a una, respondemos todas. Por una vez, nos sentimos seguras.
Arranca la marcha y la sensación es de incredulidad. Estamos caminando por sectores en los que, si vamos solas lo hacemos asumiendo un riesgo enorme. Caminamos por zonas que no son nuestras, aunque nos toca transitarlas, y todo se ve extraño. Hemos estado ahí y al mismo tiempo no se nos ha permitido ocupar esos espacios que, en ese momento, rodeadas de mujeres, de colores, pancartas y música vamos gritando arengas que son nuestras demandas, cosas que no tendríamos que decir, que pedir:
“Nos queremos vivas”
“Las niñas no se tocan, no se compran, no se violan”
“No es no”
“Mi cuerpo es mío”
Gritamos que nos queremos vivas, que queremos vivas a nuestras amigas, hermanas, vecinas, estudiantes, profesoras, que no nos violen, que dejen a las niñas quietas; gritamos con un fervor como si pidiéramos un imposible, como si fuera algo absurdo, cuando son obviedades. Es lo mínimo para vivir en sociedad. Pero las malparidas feministas no sabemos pedir las cosas, porque el patriarcado dice que tenemos que pedir por favorcito y con cara de cachorro regañado que nos dejen vivir sanas y en paz.
Este año vi carteles hermosos, poderosos. Ya no invocamos solamente lo que no queremos que nos sigan haciendo sino lo que no vamos a permitir que les hagan a las próximas generaciones:
“Soy la profe/tía/mamá/psicóloga de la niña que no vas a tocar”
“Es tu pared, pero era mi niña”
“No es normal que TODAS tengamos una historia de abuso”
“No vas a volver a vivir cómodo. Ya no me quedo callada”
“Que ser mujer no nos cueste la vida”
Uno de los carteles que se me quedó grabado en la mente decía:
“Sí miraras con nuestros ojos gritarías igual”
Cuanta razón. En medio de la marcha, una chica extendió una tela blanca en el piso para que las otras pudieran escribir el nombre de su agresor. Una pancarta para el escrache. Una a una se fueron acercando a escribir ese nombre; Ese maldito nombre de un hombre que, sin pedirlo, sin desearlo, nos hizo nuestro primer tatuaje en el alma, un tatuaje en apariencia invisible. Que nos obligó a darnos cuenta de lo que significa ser mujer en un mundo hecho por y para hombres. Que nos obligó a descubrir la soledad de verdad, no esa que nos han vendido como el demonio por no tener pareja, no, hablo de esa soledad del ser vulnerable con la certeza de que nadie te va a creer que te pasó algo y que no fue tu culpa, y por eso decides callar y cargar con una cruz muy pesada sola. Y al escribir ese maldito nombre en esa tela blanca miras a tu alrededor y te das cuenta que no estás sola, que no eres la única. Y en esa calle que nunca puedes habitar tranquila todas las mujeres te gritan “Yo sí te creo”.
La soledad desaparece por un momento, la culpa se convierte en rabia por la injusticia de la violencia, toda la vulnerabilidad cobra sentido y pesa menos. Ahora la carga es compartida. No estoy sola, sí me creen. Me hicieron daño y no fue mi culpa. Nos hicieron daño. El Estado, el metro, el colegio, la universidad, la familia, la sociedad, todos tenían responsabilidad de evitarlo. El patriarcado es un juez, que te juzga por nacer y nuestro castigo es la violencia que no ves. Esas palabras de LasTesis nunca tienen tanto sentido como en ese momento.
Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía…
… El estado opresor es un macho violador…
… El violador eras tú…
No fue mi culpa. La culpa es del agresor. Del Estado. De la familia. De la universidad, del colegio. De todos los que no hicieron nada por cuidarme, cuidarte, cuidarnos. Sólo con esa sensación entre pecho y espalda te das cuenta de que hay unas mujeres con la cara tapada que están rayando muros, rompiendo puertas, prendiéndole fuego a las estatuas y dañando las estaciones del metro. Y tienes la certeza de que lo están haciendo por ti. Por mí. Porque no fue mi culpa, no fue tu culpa. Fue culpa de uno y de muchos que pudieron tomar decisiones para que eso que me pasó, que te pasó, que nos pasó, nos pasará.
Y algo que normalmente no tendría sentido, cobra todo el sentido del mundo. Queremos acabar con todo, porque intentaron acabar con nosotras, porque no estamos todas, faltan muchas. Fueron 630 víctimas de feminicidio el año pasado en Colombia. Las malparidas que hemos sido agredidas tantas veces, de tantas maneras, que nos hemos visto en las mujeres muertas, con sus cuerpos en una maleta tiradas en un basurero, queremos acabar con todo. Queremos quemarlo todo porque lo contrario es seguir cargando con una cruz que no debería pertenecernos, y estamos hartas. Y, sin embargo, las malparidas feministas solo hacen un par de daños simbólicos que en la práctica no afectan el funcionamiento de la ciudad. No son daños nuestros, son daños todos los malparidos que pudieron evitar que viviéramos violencia y no lo hicieron.
Ya, la euforia se apoderó de nosotras. Paramos el tráfico y cuando los conductores protestan gritamos “te molesta el trancón, pero no la violación”. Y nos enfurecemos más, pero abrimos espacio para que pase una ambulancia y volvemos a cerrar. Y descubrimos que la expresión de nuestra rabia es digna y que, si nosotras tenemos un día al año para sentir todo esto, ellos pueden esperarse 10 minutos a que nosotras ocupemos ese espacio. Y el motorizado pretende cruzar la marcha y no se lo permitimos y si insiste le mostramos que no se lo vamos a permitir. La calle es nuestra, por unas horas la calle es nuestra. La policía y el ESMAD (no voy a usar el nombre nuevo porque es un maquillaje, sigue siendo lo mismo) nos amedrentan. A las parceras de Bogotá las dejaron a oscuras y las atacaron. Pero en ese momento, en ese espacio, no nos producen solo miedo que es lo que buscan. Lo principal es la rabia. Juntas somos más fuertes. Entre nosotras nos cuidamos, más de lo que hace el Estado que busca paralizarnos para demostrar su fuerza patriarcal. A las malparidas, cómo insisten en llamarnos, nos sembraron miedo y nos crecieron alas, como dice, de nuevo, Vivir Quintana.
Finalizando la marcha paramos en la fiscalía y abrimos un espacio de denuncia pública. Se les da la palabra a las mujeres, a las jóvenes, para que compartan sus historias, sus experiencias de violencia. Todas nos identificamos. Lloramos. Recalcamos “yo sí te creo”. Nos abrazamos. La rabia sigue ahí, acompañada por la ternura radical, ese abrazo cómplice que el patriarcado se esfuerza tanto por evitar. Y después de encontrar ese abrazo, el “malparidas” con el que pretenden insultarnos, no tiene ningún efecto porque ya nos dimos cuenta de que no estamos solas. Somos muchas y así no nos conozcamos, nos abrazamos.
Terminamos la marcha y estamos recargadas para seguir luchando en el día a día. Nos sentimos poderosas. Descubrimos que podemos, si queremos, acabar con todo. Quemarlo todo. Y eso es lo que no les gusta, por eso hacen tendencia la palabra “malparidas”. Les molesta que sepamos que podemos, pero elegimos no hacerlo. Solo se hacen unos daños puntuales. Por eso buscan hacernos sentir culpables porque quienes protagonizan las tareas de limpieza son mujeres. Pero nosotras sabemos que la división sexual del trabajo es parte del problema. Por eso no sentimos culpa, sentimos rabia de que ese trabajo sea precarizado, porque es el mismo que hacen las mujeres después de un partido de futbol, de un evento político y en el día a día, en lo público y en lo privado. Los hombres en general no cuidan los espacios que ellos si ocupan con libertad y explotan a las mujeres para cuidarlos. Que las malparidas feministas hagan o no daños no hace ninguna diferencia en esa situación.
Nos dicen malparidas porque rompiendo un vidrio y rayando una pared no hacemos que los hombres dejen de violarnos y matarnos. Pero es que no nos corresponde hacerlo tampoco. La responsabilidad es de los hombres, del Estado y de las Instituciones, familia incluida. Malparidas todas las que cómodamente esperan una representación del feminismo. Malparidos los hombres que se callan ante la violencia de sus congéneres. Malparida es la sociedad que considera que la vida de una niña, de una adolescente, de una mujer es equivalente a una estación de metro o a la puerta de una iglesia.