Lo que me corre pierna arriba

El ajetreo de todos los días es tremendo. Tenemos en esta vida moderna mil cosas por hacer siempre (ir al médico, hacer vueltas de banco, hacer las compras pendientes, el mercado, etc.) y pocas veces podemos decir que estamos al día con nuestros quehaceres. A todo eso, súmele que cuando los niños entran al colegio o al jardín empiezan con ocupaciones propias que, por supuesto, deben ser supervisadas por los padres, pero que poco tiempo dejan para compartir por fuera de ese marco y que, en los peores casos, pareciera no dejarlos ser niños, jugar y crecer sin estar vinculados necesariamente a la tarea del aprendizaje.

Pareciera una exigencia mantener a los niños en cuanta clase aparezca, con descansos previstos escasamente para comer, sin que siquiera se les pregunte si quieren desempeñar tal o cual actividad. Entonces, tenemos pequeños cansados, con una agenda apretada, que se duermen entre trayectos tratando de recomponer su energía para acabar el día, aunque de eso hablaremos otro día.

También se encuentran los padres hasta tarde buscando en Google cómo hacer un sistema solar o un volcán con cosas que se tengan en la casa, porque a veces los olvidos y ocupaciones dejan la noche como el espacio para dárselas de artista y hacer estos trabajos escolares.

En estas reflexiones, recordé lo mucho que me ayudaron mis papás con las tareas. Mi fuerte nunca han sido las manualidades, colorear a los 10 años me parecía una pérdida de tiempo (aunque se supone que era la parte divertida de la tarea) y mi mamá, con tal de que llegara con mis trabajos completos, se sentaba a hacerlo, eso sí, siempre que yo estuviera viendo cómo se hacía, así supiera hacerlo, porque boba no es.

Cuando cambié de colegio, e indicaron que me hacían falta conocimientos para estar al nivel de mis nuevos compañeros, fueron mis papás los que, en sus espacios de “descanso”, se encargaron de enseñarme las preposiciones, leerme libros, enseñarme el mínimo común múltiplo, el máximo común divisor, y ayudarme con cuanta maqueta y dibujo me pedían, porque aunque soy una gran admiradora, algo como la arquitectura nunca sería lo mío. Fueron horas sentados, entre llanto, paciencia, impaciencia -porque somos humanos- y alegría por los avances, que no agradecí en ese momento, pero que hoy y cada día significan más para mí.

Por supuesto, todos los padres hicieron el esfuerzo desde donde pudieron, pidiéndoles a otros familiares o amigos que nos explicaran o, en casos con otras posibilidades, con el pago de clases personalizadas.

Por esos días, a los 9 o 10 años, pensaba sobre mi incapacidad de poder hacer lo que mis papás hacían, creía que, como no me gustaban ciertas cosas del colegio, no tendría que hacerlas de nuevo, porque enseñar y estar pendientes de los deberes de otro implica pasar nuevamente por todo lo que significa el trasegar escolar, cosa que nunca me llamó la atención.

Este era incluso uno de mis argumentos más fuertes para pensar en que lo mejor era no tener hijos. No tendría que pensar en la ubicación de las papelerías en el barrio o en Bogotá, salir corriendo a comprar palitos de paleta o cartulina el domingo a las 10 de la noche (siempre recuerdo la cara de doña Laura y don William cuando les decía), en repetir los números como en un recital, hacer disfraces y mucho menos en enseñar matemáticas.

Ahora, cuando me enfrento al proceso de educar a una persona, encuentro mayor reconocimiento para quienes asumen esa tarea, pues tal vez querían dedicarse a conversar por teléfono, leer, ver un partido de fútbol o simplemente sentarse a contemplar la nada y descansar, pero decidieron que era más importante cumplir el papel que la vida les había encomendado.

Ante este reto, y aunque suene como un cliché, espero poder hacerlo la mitad de bien, de forma asertiva y ojalá sin perder pronto la paciencia (exigencia que nos hacen a los padres de hoy y que, en serio, queremos cumplir, al punto que olvidamos que somos humanos), para que mi hijo también sienta ese amor en cada acto.

Por mis padres, gratitud, sé que lo hicieron lo mejor que pudieron (y aún lo hacen), con la mejor intención, de acuerdo con lo que sentían que debían hacer. Ellos no se las sabían todas, tampoco yo. Estaban creciendo mientras me educaban, como yo sigo creciendo con cada paso que da mi hijo. Esto me ayuda a entender y a perdonar.

Postdata 1: los que pueden ¿ya llamaron a sus papás a saludarlos? Los que no, se vale evocar un buen pensamiento.

Postdada 2: La pandemia y sus cuarentenas nos mostraron lo duro que es abordar la tarea del cuidado durante todo el día, todos los días, más aún cuando tenemos a cargo obligaciones laborales. Seguramente reflexionamos sobre lo mal remunerados que se encuentran los maestros (cosa que no es nueva) y en la falta que nos hace conocer más sobre sus trucos y tips para afrontar esta ardua tarea. No sobraría tener más consideración con ellos y escucharlos, pues finalmente pasan buena parte del día con el futuro de la sociedad.

Abogada y con un Juan en casa. No vine a hablar de derecho.

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