Todos, en algún momento de la vida, reclamamos saber la verdad. Queremos saber la verdad de por qué nos pusieron los cachos, por qué no nos quieren, por qué no contestan nuestros mensajes, por qué, por qué… y la cosa es que no siempre estamos preparados para recibir y entender esa verdad. Llega a tal punto nuestra falta de preparación para recibir la verdad, que nos negamos a aceptarla. Entonces, cuando descubrimos que quien nos quiso ya no nos quiere, resulta difícil entender qué fue eso que pasó que dañó esa felicidad en la que vivíamos. Empezamos a buscar motivos en todas partes, para acabar incluso culpándonos de lo que sea que haya pasado, así no sepamos qué es.
Dicen que la verdad nos hace libres, pero somos expertos diciéndonos mentiras que, a la postre, nos impiden soltar una situación que puede volverse aún más dolorosa. Entonces decimos, pero cómo no va a quererme si soy, por ejemplo, amable, inteligente y un sinfín de características que seguramente tenemos, pero que parecen no “encantar” al ser amado y pasamos del “soy una gran persona” a una infinita inseguridad porque todo eso que somos no lo vio quien nos quita el sueño y nos convencemos de que tal vez no es cierta tanta genialidad.
También llega la sobre pensadera, al punto que parecemos moscas contra ventanas tratando de hallar una salida. La música de despecho se apodera de las listas de reproducción (acuérdese de esa canción especial para estos casos), ruedan las lágrimas y se siente al máximo el vacío, ese dolor que uno quisiera saltarse de alguna mágica manera, porque todos hemos dicho alguna vez que quisiéramos dormir un rato, despertar y ya no sentirnos miserables.
En alguna tusa, de esas que se consideran importantes, aprendí que tenemos arraigada en las entrañas la idea según la que, si somos buenos partidos, cualquiera debe querernos… y no solo querer, sino amar bonito, pero en la práctica no funciona así. La gente está tramitando sus propias vivencias y experiencias, por lo es posible que no debamos estar en sus vidas de esa forma, amorosa y de pareja, pero sí en otro papel, o simplemente no estar.
Nos empecinamos en ocupar lugares que no nos corresponden, porque fueron pero ya no son nuestros y no sabemos si volveremos, o tal vez nunca debimos estar ahí, eso sí, la imposibilidad de vivir el papel que queremos duele, porque sentimos que dejar de amar no es algo que esté en nuestras manos.
Y nos vemos en la necesidad de entender que, como esto no es un concurso de méritos, no podemos esperar que por tener la mejor “hoja de vida” los demás decidan querernos. Tal vez no es su momento emocional, tal vez deben pasar por otros aprendizajes antes de estar listos para asumir un compromiso o cualquier tipo de enlace, o simplemente eso no es para ellos, como en algún momento tampoco fue para nosotros. No por eso hay que poner en duda lo buenos partidos que somos, nuestras cualidades o las buenas intenciones que tenemos.
Como sabemos que es difícil encontrar a alguien que comparta nuestro sentimiento, una vez aparece, cuidamos esa gran coincidencia, pero eso también es una decisión. Decidir todos los días amar y trabajar por la pareja, por la familia, es una manifestación de la voluntad. Y como es una decisión tan importante, no hay por qué remar solos. Los esfuerzos no los puede hacer una sola persona, cargándose la responsabilidad de mantener a flote una relación y hacer feliz a otro. Al contrario, si ese desequilibrio emocional es evidente y llega el cansancio, con seriedad hay que pensar en si la pareja puede aún existir. La decisión es nuestra.
Es bueno tomarse el tiempo necesario para pensar las cosas, no se trata de una apología a la terminación de las relaciones, porque hay que contar con la tranquilidad de haber dado lo mejor de sí, siempre sabiendo que el tiempo es algo que no vuelve y que un estado de dolor permanente no puede traer felicidad, al contrario, puede propiciar situaciones que lastimen e impidan sanar con más facilidad.
Duele, claro, pero como dicen por ahí, “el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”, todo pasa. No hay que prolongar el dolor por no aceptar la verdad. El sol saldrá y volverá a brillar.