Adriana Cabrera Velásquez – Juanete invitada
Comienzo por aclarar que no creo que nada de lo que voy a decir aquí haya sido intencionalmente incorporado a la película Encanto por sus creadores. No creo que Disney esté interesado particularmente en las representaciones de Dios en la vida y cultura colombianas. Lo que pasa es que así no lo queramos, nuestras imágenes de lo divino y cómo nos relacionamos con ello están necesariamente arraigadas en la cultura y es por eso que podemos teologizar todo; es decir, en la cultura podemos encontrar, analizar y describir cómo nos relacionamos con eso que es más grande que nosotros, independientemente de nuestras creencias.
Lo otro que quiero decir es algo que me enseñó mi profesor favorito cuando estudiaba teología en la universidad: Nuestras imágenes de Dios determinan la manera en que estructuramos nuestra vida, y del mismo modo, la manera en que estructuramos nuestra vida determina las imágenes de Dios con las que más nos identificamos. Es por eso que al ver la película Encanto desde el lente de la teología, puedo rastrear e identificar el sistema de creencias de sus personajes, así en la película nunca se hable específicamente de Dios.
Desde la primera escena de la película, cuando la abuela Alma (¡y píllense el nombre!!) le dice a la pequeña Maribel de cinco años que abra los ojos, se establece el sistema de creencias de la familia Madrigal y a través de ella, el sistema de creencias de toda la comunidad: “Esta vela contiene el milagro que se nos ha otorgado a la familia,” le dice. “En nuestro momento más oscuro se nos ha dado un milagro.”
Ahora bien, la vela, no es cualquier vela. Es una que arde sin consumirse y que nunca se apaga, tal como la bíblica zarza ardiente con la que Moisés se encontró en el Monte Sinaí; es decir, la vela no es un milagro, sino Dios mismo acompañando a la familia y supervisando que los Madrigal trabajen sin descanso por la comunidad para pagar el favorcito de, a lo García Márquez, “tener una segunda oportunidad sobre la tierra”.
“Trabajamos para ayudar a quienes nos rodean y así ganarnos el milagro que nos ha encontrado”, dice la abuela, “Solo el trabajo y la dedicación mantendrá el milagro encendido”; en otras palabras, si quieren que Dios se quede en Encanto hay que satisfacer su pequeño ego trabajándole sin pausa. Eso es lo que en cristiano se llama “pagar indulgencias”, y lo hacemos cuando nuestra imagen de Dios se basa en una relación transaccional en la que debemos pagar lo que recibimos con el sudor de nuestra frente porque en realidad no lo recibimos porque Dios nos ame o porque nos lo merezcamos en virtud de ser sus criaturas, sino porque Dios es todopoderoso, se le dio la gana de darnos algo arrendado y tenemos que pagar el alquiler.
Lo de los poderes de cada miembro de la familia también es bien bíblico. Con frecuencia Dios aparece en las Escrituras asignando tareas y dando herramientas mágicas a sus enviados para poder realizarlas, y de nuevo podemos pensar en Moisés y las plagas de Egipto o incluso en los apóstoles, quienes después de la muerte de Jesús adquirieron los “dones del Espíritu Santo” en el Pentecostés tal como los Madrigal adquieren dones de la vela para sanar a su comunidad.
Hasta ahí todo bien y aunque no me voy a detener a analizar cómo esta dinámica hace parte de nuestra idiosincrasia colombiana, espero que al leerme puedan identificarla. Luego sale Mirabel, que no tiene don, o mejor, como le dice uno de los pekes al inicio de la película, cuyo don es la negación a participar de esa dinámica de pretensiones en aras de mantener una perfección que no existe, como cuando nos dicen que Colombia es el país más felíz del mundo en medio de tanta desigualdad, violencia e injusticia.
Mirabel puede ver lo que la abuela sabe y no revela, que la familia, la casa y la comunidad son vulnerables. Al comenzar a investigar sobre esa vulnerabilidad se encuentra con Luisa, quien sin saberlo y usando su superfuerza hace algo que crea el punto de quiebre entre la teología transaccional de la abuela y la teología comunitaria de la protagonista: Levanta la iglesia (¡literalmente la levanta!!) y la cambia de lugar.
A partir de ahí Mirabel comienza a ejercer el don que sí tiene: la escucha atenta y amorosa, y a través de ese don termina transformándole a todos su poder para invitarles a una existencia más genuina: Luisa ya no puede levantar el piano, Bruno, que está vetado, vuelve a usar su poder y deja el desierto donde se encuentra exiliado, Isabella deja de crear flores para crear cactus.
Mirabel escucha y a través de escuchar libera y se libera, comenzando por emancipar la relación tóxica que tiene con su propia hermana a través de un abrazo. Mirabel sigue escuchando, se quiebra la casita, y la vela que antes no se apagaba, finalmente se extingue dando fin al paradigma teológico del Dios omnipotente para pasar a una nueva estructura teológica: la del Dios vulnerable y cercano que se duele con el dolor de su criatura y que la necesita para co-crear con ella a través de la fuerza de la comunidad.
La transición final de paradigmas teológicos se da cuando la protagonista y su abuela se encuentran frente a una nueva imagen de Dios: el agua del río, “agua de amor viva”, que corre, se mueve y transforma el dolor de la abuela y de toda la familia en energía nueva. Regresan juntas a ver las ruinas de la casa y por un momento no saben cómo reconstruirla, pero luego suenan las campanas de una iglesia transformada, aquella que recordemos Luisa levantó y cambió de lugar, y llega la multitud diciendo: “No tenemos dones, pero somos muchos”. En este nuevo mundo los poderes de Dios son las manos de una comunidad donde todos sus miembros tienen valor y pueden ser plenamente sí mismos en toda su diversidad; donde lo que se ha destruído es esa jerarquía de elegidos con “dones” para controlarlo todo.
Y aquí quiero dar una puntada final: Cuando pienso en el futuro del proceso de paz en Colombia, creo que es necesario un cambio radical en la iglesia. Ignorar que existe y que tiene poder no es suficiente, porque así no querramos y sin importar nuestras creencias, respiramos, vivimos y encarnamos el paradigma teológico arraigado en nuestra cultura. Finalmente, tal como lo muestra la película, el futuro de una iglesia transformada que sirva de base a una Colombia en paz está en las mujeres y en las mujeres jóvenes: su resiliencia, capacidad de escucha, creatividad y liderazgo no solo en lo político sino también en cuestiones del espíritu, son fundamentales y están íntimamente ligados a la paz, la justicia y la reparación que necesitamos para la reconstrucción de nuestra sociedad.