Hace unos días fuimos a una casa en un pueblo cercano con el pequeño de dos años y, en medio de nuestras muchas ocupaciones, olvidamos empacar algún juguete, carrito, rompecabezas o lo que fuera para entretenerlo. En medio de mi preocupación por entretener al chiquitín, hice maromas para que viera alguna película en el celular, al que al final no le prestó mucha atención.
Como no hubo película, tampoco juguetes y nosotros estábamos algo ocupados, lo vi caminando por ahí, acostado en el piso, revisando por su propia cuenta con qué entretenerse, cosa que debo decir me regaló tranquilidad y satisfacción.
En esta época en la que madres y padres sentimos la presión de criar hijos competentes (y competitivos), que aprendan a cada segundo, mediante el juego, las dinámicas y ojalá hasta dormidos, se nos olvida que el aburrimiento también hace parte de la vida, que la quietud, más que algo a atajar, es excepcional y digna de disfrute.
No son pocos los días en los que nos faltan horas para completar las tareas que debemos adelantar. Siempre queda algo pendiente y lo urgente no da tiempo a lo importante. Caemos en la dinámica de la ocupación, al punto que sentarnos a contemplar la nada nos causa culpa, porque seguramente algo más tendríamos que estar haciendo.
Lo triste es que, lejos de la posibilidad del sosiego y la calma, nuestros hijos terminan metidos en la dinámica de la ocupación, con cursos, actividades y un sinfín de métodos que los hagan “aprovechar el tiempo”, sobrecargando su cotidianidad, cuando a veces hace falta que tengan espacios de quietud, y sí, de aburrimiento, que les permitan pensar por sí mismos, encontrar actividades que les gusten, usar su imaginación… disfrutar il dolce far niente, el placer de no hacer nada, lo que a veces olvidamos y que tanta falta nos hace.
Y no se trata únicamente de un gusto que per se deberíamos darnos sin asomo de culpa, sino de algo que hasta por salud necesitamos, pues la vida requiere espacios de arduo trabajo y ojalá también de arduo descanso, en donde sea posible el disfrute del paso de algunas horas sin cargas.
Pensé, entonces, en que ese niño caminando por ahí, con un palito, luego acostado y después correteando a un perro, estaba disfrutando de unas horas libres de que sus papás lo pusieran a cantar canciones, armar casitas, imitar animales, porque al final también merece su descanso.