Estoy sentada en su sala, mirándolo regresar del sueño poco a poco. Lamento no haber sacado mi cámara para guardar este momento. Está acostado en un sofá viejo y cómodo, azul claro, con manchas. Su cabeza apunta hacia la cocina. Medio abre los ojos y me dice que le cuesta despertarse justo en este momento.

Un hombre lo llamará a las diez de la mañana. Aún faltan dos horas. Anoche dormí en su cuarto, en su colchón, usé uno de sus pijamas; él estuvo en la sala hasta tarde, haciendo no sé qué en su portátil.

Aunque me acosté después de las cuatro de la mañana, me desperté antes de las ocho. Lo contemplé dormir un buen rato desde el segundo piso del dúplex que comparte con un amigo que me detesta. Luego, de regreso a su cuarto, encontré empaques de condones Today en el interior de un cajón de su armario, algunos estaban abiertos. Allí también estaba una postal de algún lugar en Buenos Aires con una nota que decía “Aquí estuvimos” con una esquela cursi y fea que tenía como mensaje “Estar contigo es maravilloso”.

Tenía que matar el tiempo de alguna manera, la luz entraba por todas partes y así no soy capaz de dormir. Me puse a esculcar, ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá me hubiera visto meter mis manos entre sus cosas. La noche anterior me prestó una biografía de Barba Jacob. Ojalá me hubiera acordado de que la guardé en mi bolso y me hubiera puesto a leerla.

Ahora, despierto totalmente pero aún sin levantarse, me pregunta qué quiero desayunar. A eso de las dos de la mañana me preparó huevos fritos y pan tostado con queso, yo le ayudé a preparar y a batir el chocolate. Estuvo disculpándose por no ser tan habilidoso en la cocina como Manuel, de quien tantas veces hemos hablado.

Fui esa noche a su casa para recibir una asesoría. Mi otra colega nunca respondió mis llamadas y por eso llegué sola hasta la estación Avenida Chile en la que me recogió. Estaba muy bien vestido y discretamente perfumado. Le conté, mientras se comía un sándwich de pavo en una pequeña repostería, que estoy dedicada a visitar archivos parroquiales y armar genealogías. Para comenzar, busqué información sobre mi familia y me enteré de que algunos tuvieron un pasado muy oscuro.

Luego, en su apartamento, el tema derivó en cualquier cantidad de tonterías y en mostrarme libros y biografías. Hacia las nueve de la noche comenzó a darme consejos sobre finanzas, plagados de ejemplos y anécdotas de sus clases y su amplia experiencia como consultor. El tiempo pasó volando y con mi cuaderno de notas lleno de dibujitos, garabatos y una que otra fórmula, llegó la hora de marcharme, pero ya no había transporte público hacia ninguna parte y tuve miedo de tomar un taxi. Fue así como, con una voz baja, insegura y poco convincente, me ofreció algo de tomar mientras me decía que me quedara. En el fondo, eso era lo que yo quería, pero al mismo tiempo, pienso que él se dio cuenta de lo planeado que tenía el asunto y lo conveniente que resultó la ausencia de Mariana y el campeonato en el que su amigo estaba participando fuera del país.

El apartamento lucía como si casi nadie lo visitara, pedía a gritos algo de limpieza y organización, aspecto que me advirtió cuando hablamos por teléfono el día anterior. Sin vacilar me dijo que era más práctico vernos en su casa. La idea de estar allí fue suya.

Al otro día, mientras se disponía a buscar en la cocina los ingredientes para el desayuno, me puso en una gran pantalla plana el documental que quería ver en Netflix. Eso capturó mi atención, casi ni parpadeaba. Cuando se sentó a mi lado con el cereal y el kumis sobre una mesa improvisada, sonó el celular y de inmediato se encerró en su habitación, la misma en la que yo había dormido.

No había pasado más de media hora de iniciar el documental sobre una artista británica, depresiva y alcohólica que tanto escuchaba en la radio, cuando me levanté para lavar los platos. Me volví a sentar para continuar viendo cómo la vida de Amy fue expuesta hasta el cansancio, por lo menos una hora más hasta que me llamó mi hermano recordándome que teníamos un almuerzo pendiente. El fin de la corta y dolorosa vida de mi cantante favorita ya me lo sabía de memoria, así que tuve que parar, reaccionar, entender que mi presencia era accidental, que sus atenciones e intenciones fueron fraternas y benévolas, que en ese momento le estaba quitando parte de su privacidad e invadiendo su rutina; que la videoconferencia con el hombre que llamó era inaplazable e importantísima y que las razones para extender el tiempo de mi visita eran mínimas.

Me abrió la puerta de su cuarto en cuanto la toqué, le pidió a su interlocutor que le concediera unos minutos y bajó conmigo los cinco pisos casi sin respirar porque yo iba apurada. Llegamos a las dos puertas de la entrada y comenzó a buscar las llaves sin las cuales no podría haber salido por mi cuenta.

Antes de la despedida, pero después del cordial beso y abrazo acompañado de mil gracias, me dijo, cuando ya tenía mi cuerpo en la acera:

– Cuéntale a Jeisson que amaneciste aquí –

– ¡¿Qué?, ¿Para qué?! –  le respondí mientras se inclinaba hacia mí.

– Contale para que lo enojés

– No – le dije – No creo que le interese saberlo.

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