El negrito del batey

Esta semana las redes sociales han centrado su atención en las relaciones laborales; se ha hecho visible, una vez más, la existencia de una dinámica de explotación humana contraria a toda lógica. Sus defensores se justifican y defienden con discursos que apelan a los contratos, los protocolos y la responsabilidad que implica ser parte de un plan superior donde el bienestar de una sola persona está muy por debajo del bien común, pero, sobre todo, la excusa principal siempre apunta a señalar a quien se queja, como un ingrato.

Cuando era pequeño se me enseñó qué, desde el principio de los tiempos, ganar el pan, con el sudor de la frente, era un castigo merecido por ir en contra de los designios de Dios. Eso lo confirmé cuando tuve edad para leer el libro de génesis, pero realmente lo vine a entender cuando escuché “el negrito del Batey” muchos años después. Claro que mis mayores no se referían a esto como una desgracia, si no más bien, a la necesidad de aceptar con gusto el valor expiatorio de madrugar cada mañana a cumplir la penitencia impuesta.

No podría decir qué tanto de esta visión ha permeado nuestra comprensión del mundo y nuestro papel en él. Trabajar es un componente clave en nuestro desarrollo personal, económico y social, no solo como una actividad de soporte a nuestra existencia material, sino como uno de tantos factores que ayudan a definir nuestra identidad. Nuestra forma de entender y enfrentar el trabajo -Odiando los lunes y celebrando la llegada del viernes-, puede ser diferente a otros lugares y culturas: las noticias nos cuentan por ejemplo que en Europa cada vez trabajan menos, en el norte del continente es común el politrabajo y en países asiáticos se matan trabajando (en sentido literal). Lo que no varía, sin embargo, pese a las diferencias culturales, sociales y económicas, es la dicotomía entre bienestar y malestar, asociados a la labor humana, como si una lucha entre fuerzas opuestas se desatara cada vez que suenan las trompetas del apocalipsis (o el timbre de inicio de jornada).

Bajo la lógica de la expiación, nos han enseñado a pensar que el contrato laboral, y el cumplimiento de las normas asociadas, es un favor, un regalo que el señor emprendedor hace al mundo como una muestra de su gran corazón y responsabilidad social. Bajo este modelo, hemos pasado de entender el trabajo como un castigo divino, a verlo como una oportunidad que debe ser agradecida. Así, el mínimo ingreso percibido es ganancia y cualquier deseo o necesidad adicional: ambición, con esto, el bienestar se limita, en el imaginario, al pago oportuno de un salario, y el agradecimiento se traduce en jornadas extensas, sacrificio y entrega, cuando no, en resistencia silenciosa y santa, a cualquier deseo o capricho del pagador.

Con la revolución industrial, el trabajo humano terminó siendo equiparado con los insumos y la tecnología que intervienen en el proceso de transformación; así, siendo el trabajo un insumo más, este se negocia a precios de mercado, y ese número, representa para el empleado un ingreso que alcanza para suplir necesidades básicas que de otra forma no podría, y si el contexto lo permite, algún gusto culposo. Para el empresario, en cambio, esto es un costo o un gasto, dependiendo de su visión, y por eso, su intención siempre será minimizarla y de ser posible, eliminarla. Esta situación, que además motiva las decisiones y las acciones de las personas, es una de las tantas causas de conflicto en las organizaciones y de cómo la enfrentamos, depende en gran medida el éxito de estas.

Durante los últimos 100 años, no solo la academia, si no también organizaciones de alcance global como la OMS y la OIT, han sido enfáticas en alertar el papel del bienestar de las personas en el desarrollo empresarial: este es un factor clave que influye en el incremento de la productividad y la competitividad empresarial, y aunque esta idea mal interpretada no nos aleja completamente de la visión del ser humano como un recurso más del proceso productivo, si debe hacernos pensar en la necesidad de superar el criterio limitado de la costo-eficiencia reduccionista, esa misma que en muchas plantas y oficinas ha llevado a quitar la fuente de agua y clausurar la máquina de café porque consume recursos (y, en tiempos de vacas flacas, toca apretarse el cinturón).

Hoy en día la visión del trabajo como un favor, la necesidad de sacrificio expiativo y ser agradecidos como una obligación implícita en la relación laboral han traído como consecuencia que el modelo de explotación se justifique en su dinámica de poder como un sistema de gestión y control. La lógica de poder actual, parecen sugerir que si yo pago (o al menos estoy un nivel por encima en la pirámide organizacional) puedo disponer de las personas a conveniencia, olvidando su humanidad. Y al contrario es necesario que el proceso de gestión se humanice y se empape de valores, pues de otra forma, un sistema artificial de bienestar, pensado para dar una impresión positiva al mercado, basado en un modelo de mitigación de pérdidas, siempre estará sujeto a ser desenmascarado.

Las condiciones del trabajo y la concepción del empleado sobre ese trabajo son complementarias y definen el nivel de bienestar y con ello, el impacto de la actividad de cada persona en el desarrollo empresarial y productivo; no se trata solamente de ser un “Gran lugar para trabajar” si en el fondo existe conflicto y una cultura organizacional de opresión; no es tampoco salarios que nadie soñaría en este país si toca dejarse la vida o ponerse la camiseta, que en el lenguaje actual son lo mismo; no se trata de que las personas se levanten cada mañana como héroes a salvar la economía mientras hacemos porras y les animamos a cuidar su vida, eso si, con sus recursos y en su tiempo libre.

Existen en la literatura variados estudios enfocados en demostrar y analizar los factores que influyen en el bienestar de los empleados y cómo estos impactan, de manera positiva, o negativa según el caso, el desempeño organizacional y más allá de que esto sea lógico, la evidencia es clara en demostrar que, si las personas se encuentran a sí mismas en un entorno satisfactorio, esto tendrá como resultado mayor compromiso y entrega en sus resultados (que no es igual al sacrificio que nos venden socialmente). De igual forma, cuando una organización se preocupa por el bienestar de las personas que la componen, alineando su estrategia a una visión de desarrollo humano integral, fuera de una visión reduccionista, mejorará su productividad y su competitividad, impactando, además, de manera positiva a su entorno.

El bienestar de las personas en un entorno laboral debe ser un eje fundamental de la estrategia; siendo un proceso clave que impacta en el desempeño de los trabajadores en cada organización, este debe entenderse y aplicarse según el marco normativo, los valores, los principios y la filosofía de la empresa en consonancia con los derechos humanos fundamentales, pero también con principios de humanidad y razón: no se trata solo de cumplir la ley y tratar bien a las personas porque esto brinda mejores resultados en el balance general y muchos menos se debe solo gestionar para evitar demandas y escándalos que hoy día corren como pólvora en este mundo interconectado.

Fundador por accidente de los Juanetes. Solamente alguien que desea a ratos compartir las ideas que se agolpan en su cabeza.

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