El cartel de Bogotá

-Positivo para acetaldehído— dijo el teniente García, para luego escupir el líquido que había tomado de una jeringuilla recién destapada y con la cual había extraído la sustancia de uno de los cientos de envases que se hallaban ante sí, como lo indica el protocolo.

Hace meses perseguían la pista de esta peligrosa organización que camuflaba su ilegal producto con una fachada de distribución de refrescos, peligrosa  organización porque para realizar su operación habían corrompido funcionarios y asesinado a los que no aceptaron y demás testigos inconvenientes.

¿Qué tal si las bebidas alcohólicas fueran ilegales? Bueno, supongo que estaríamos llenos de escenas como la del comienzo, o, mejor ilustrado, sería como la ciudad de Chicago en tiempos del legendario mafioso Alphonse Gabriel Capone. En nuestro contexto la historia etílica se relaciona más con la propaganda antichicha que  aparejaba un discurso civilizacional supremacista (racista) —recuerdo que en mis revisiones de prensa de la primera mitad del siglo XX encontraba piezas que representaban al consumidor de chicha como un asno o burro, pero no tan cheverongo como el de Shrek—. En cualquiera de esos dos casos hay una fuerte violencia, sea física o simbólica. Sin embargo, hemos aprendido a vivir con el consumo legal de alcohol: “Prohíbase el expendio de bebidas embriagantes a menores de edad. El exceso de alcohol es perjudicial para salud” y propiedad pública de las principales factorías de guarito por parte de los entes departamentales que ganan por partida doble (impuestos para la salud que luego les llegan y las propias ventas), como un Estado Cantinero. Bueno, lo que pintan esos escenarios es una comparación con la guerra de las drogas, una que ya completa medio siglo, mientras por su parte, e impulsada por los mismos Estados Unidos, la Ley Seca no duró quince años en ese país.

Cartel de Medellín y Cartel de Cali suenan como leyendas. Un tipo que le declaraba la guerra al Estado, dejando miles de muertos finalmente encontró su sino dentro de su propia ley: una tumba en Colombia como opción preferente frente a una cárcel gringa. Qué anticuado parece ya todo, quizás por eso la épica que se ha construido en su entorno. Sí, esas figuras ya son cosa del pasado, por su misma peligrosa ostentosidad pero también porque ya no es un negocio de un grupo reducido sino que pululan un montón de agentes y operadores en una cadena productiva perfectamente desarrollada, con especialización del trabajo y control en regiones completas. Aunque control es decir algo inexacto cuando las balas hacen parte del arsenal de competencia del ecosistema narco. Lo que nos ha dejado la guerra contra las drogas se resume en la mayor traba para nuestro progreso por el enfoque adoptado en el que se persiste a pesar de mostrar nada más que efectos adversos como congestión del sistema judicial, corrupción política (hasta en la misma Constituyente), financiamiento de criminales de guerra (guerrillas y paras), soberanía disputada, múltiples daños a la salud y violencia, mucha violencia.

Así, pareciera que le comprara el discurso a Duque y su gobierno, pero, como dice Ricardo Arjona, el problema no es problema. Especialmente, cuando la lucha contra las drogas afecta al eslabón primario, al campesino cocalero. Lo pueden fumigar y él aprende a tener sus cultivos dispersos entre varias veredas; o detener y le reemplazan sus familiares o, como en una buena empresa, traen mano de obra de reemplazo. Eso multiplicado por miles de veces, en una realidad rural donde el producto rentable es la coca, casi todas las veces por falta de bienes públicos y privados —en los cultivos ilícitos no importa si se invade un Parque Nacional y la brega en este país ahora no es por hacer una reforma agraria, estamos en devolver de las pocas tierras que tenían los campesinos y que les fueron quitadas—.

Entonces, si se quiere insistir en esa guerra, al menos hay que ir por los grandes lavadores. No sé me ocurre mejor lugar para hacerlo en un país que la ciudad que mueva más la economía, para blanquear tantos narcodólares ingresados. Curioso que nunca haya existido un cartel de Bogotá, ahora hay quizás demasiada competencia entre ollas, como en casi cualquier ciudad colombiana, y siempre han sido pocos los criminales de cuello blanco que han caído. Creo que ese sería otro problema del centralismo, que mientras en una gran urbe se apropien los narcoexcedentes, en las regiones cocaleras, desplacen y maten a la gente que está en la base del negocio a fuerza de necesidad u obligada.


P.S: No tengo nada en contra de Bogotá, excepto por la changüa y el acento neutro gomelo.

Coletilla

Muy contento por la compañía femenina de esta edición. Claudia, infaltable; Ana, imperdible siempre; y Liliana, que espero repita.

Flacuchento con determinación. No estoy aquí para tener a nadie contento/a. Te tuteo.

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