La vida después de la muerte
Todos los programas, entrevistas, conferencias y debates que he visto sobre eutanasia y muerte digna, que han sido muchos, pocos han incluido al menos una persona que haya vivido está experiencia, pues siempre convocan a los mismos personajes con diferentes nombres: profesionales de la salud, del derecho y sacerdotes y, he visto como se atreven a hablar de la vivencia de las familias sin siquiera escucharlas. Recuerdo en alguno de esos espacios, un sacerdote le decía a quienes tienen una enfermedad y están pensando en está opción para morir que debíantomar en cuenta en el sufrimiento que iban a sumir a sus seres queridos con esa decisión pues iban a pagar por su pecado y mi pensar fue ¿ese señor que carajos va a saber?, si cuando invitan a quienes hemos vivido la muerte de un ser querido por eutanasia nos invitan por el amarillismo de la historia del sufrimiento causado por la enfermedad y por el sistema de salud, no para realmente escuchar lo que significa esa vivencia y lo que ha pasado con nosotros después de eso.
Cuando hay una enfermedad larga, en la que es posible anticipar la realidad de la muerte, se vive lo que se denomina “duelo anticipado”, que permite vivir muchas cosas del duelo convencional antes de que ocurra el fallecimiento y si bien suele hacer más liviano el proceso después, no lo hace menos doloroso, ya que al final la meta es la misma: aprender a vivir con la ausencia. Adicionalmente, cuando esa enfermedad incluye cierto nivel de dependencia en quien la padece se debe pensar en el duelo de los cuidadores, que normalmente han renunciado a gran parte de sus vidas para entregarse al cuidado de esa persona enferma y la gran mayoría de las veces son familiares sin ninguna formación en salud. Así, son dos duelos en uno: el que se vive por el ser querido fallecido y el que se vive por el rol de cuidador, este último que debería tomarse en cuenta en términos de prevención de problemas de salud mental.
El primero, lo viví creo que muy parecido a cualquier otra persona en duelo. Mi mamá falleció un viernes muy temprano en la mañana, ese fin de semana viví en piloto automático, sinceramente no recuerdo nada de lo que hice además de dormir. El lunes salí temprano con mi hermano a hacer las vueltas burocráticas normales que trae la muerte de un ser querido, no sé porque todo lo hicimos a pie, caminamos casi toda la ciudad y al final del día nos metimos a un estudio de tatuajes y nos grabamos sus últimas palabras en un brazo: “¿Por qué nadie se ríe?”, como un recordatorio constante de su legado para nosotros.
El martes volví a la universidad, todavía en piloto automático, mis compañeros, amigos y profesores me recibieron con dulces y abrazos muy sentidos. Estuve así hasta que en un momento me descubrí escribiendo un mensaje a mi casa para preguntar por mi mamá y ahora sí, caí en cuenta de que ella ya no estaba con nosotros. Cosas así me ocurrieron varias veces, como le sucede a cualquier persona en duelo, porque para asimilar la perdida necesitamos esos momentos de “darnos cuenta” de la realidad.
Por la tarde, ya fuera de mi burbuja y tratando de pilotear yo esa realidad, me toco empezar a lidiar con el tiempo libre que para mí fue lo más difícil. Yo estaba programada para hacer todo lo de la universidad rápido, dormir poquito y ocupar casi todo mi tiempo cuidando a mi mamá. En mi familia tuvimos la fortuna de que éramos todos avocados a su cuidado, pues ella necesitaba por lo menos 2 personas con ella todo el tiempo y uno siempre teníamos que ser mi hermano o yo que éramos los cuidadores principales. Así que ahora tenía un montón de tiempo y lo que mejor sabía hacer no tenía con quien hacerlo: cuidar. En el fondo, no era solo aprender a vivir con su ausencia, sino aprender a vivir para mi misma, sin que nadie me necesitara como lo hacía ella.
La pregunta por la vida después de la muerte tiene dos sentidos. Por un lado, todo el significado espiritual y místico sobre lo que ocurre con nosotros después de nuestra muerte, a la que nadie puede darle una respuesta certera. Y, por el otro, la vida de quienes quedamos después de la muerte de una persona amada que, con esa pérdida queda en desorden y para continuar viviendo nos toca reorganizarla, lo que no se trata solamente de cambiar los muebles de la casa o decidir que hacer con las cosas de esa persona, sino de descubrir quienes somos sin esa persona, eso es lo más difícil.
Muchos cuidadores buscan a quien más cuidar, entonces empiezan a responsabilizarse por el bienestar de otros, cercanos o no, continuando el desgaste físico y mental que implica cuidar, porque la realidad es que nuestra vida ya está programada para eso, pero no todo el mundo nos necesita como lo hacía esa persona y pueden generarse importantes conflictos por eso. Otros, como yo, luchamos con el tiempo libre y buscamos ocuparlo. Empecé a llenarme de tareas y cosas para hacer en la universidad, a aumentar mi actividad social y a no parar nunca. Por eso digo que a los cuidadores se les debe tomar en cuenta en estos procesos de muerte digna, sea por eutanasia o no.
No todo fue malo, pero tampoco fue sano. Ese año pude salir por primera vez en 28 años con mi hermano a rumbear, descubrí gran parte de mi potencial como profesional porque fue posible dedicarme 100% a eso, pude pensarme en diferentes escenarios que la enfermedad no me había permitido ver, pero pasé enferma el último trimestre del año porque le puse atención a todo menos al autocuidado, a las malas aprendí que descansar también es una opción y que es necesario para el bienestar.
Aquí hay algo que muchas personas que han cuidado a una persona con una enfermedad larga y dolorosa viven, sienten, pero no se atreven a decirlo porque socialmente nos encontramos con prejuicios muy fuertes: la muerte significa descanso y libertad, tanto para quien sufre la enfermedad como para quien cuida, y esa realidad se vuelve un pensamiento cargado de culpa porque no parece correcto, pero no deja de ser una realidad. Sin embargo, eso no es sinónimo de la que la muerte no duela, porque lo hace y mucho. Todavía, 4 años después, tengo momentos de mucha nostalgia y llanto recordando a mi mamá, soy humana y ella era el centro de mi mundo.
En mi proceso de duelo me encontré con muchos discursos que me incomodaron profundamente, por un lado, los que me decían “que fuerte eres” y yo dejando mi autocuidado de lado porque pensarme en una normalidad sin ella era muy doloroso y los que tuvieron la osadía de señalarnos como “asesinos” y “pecadores” por ayudarla en su proceso de eutanasia sin conocer nada de su historia, puede sonar extraño pero ambos me molestaban por igual, pues todos daban una certeza sin saber realmente cual era la realidad. Con todos tragué entero porque en medio de mi caos no tenía energía para confrontar nada de eso y porque en el fondo había una sensación del deber cumplido, yo hice todo lo que pude para que ella tuviera una vida de calidad, que al final era lo único que me importaba.
Después de la muerte, quienes quedamos en este plano terrenal tenemos derecho a continuar viviendo, a soñar, a construir una realidad sin esa persona, el amor se demuestra en vida y muchas veces, no todas, es posible hacerlo en el momento de la muerte, pero después ese amor se vuelve algo íntimo y el pensar en nosotros mismos no lo anula. Tenemos derecho a continuar y eso fue lo que aprendí a hacer, de una forma más saludable que en ese primer año.
Mi mamá quedo conmigo, no solo con sus palabras en mi brazo. Me permitió normalizar la muerte y tener una relación diferente con ella y también a vivir de otra manera. Fue mi mamá quien me hizo consciente de que somos seres finitos y la vida solo es una, ya depende de nosotros como la vamos a vivir y eso ha marcado una pauta en mí.
La muerte, independientemente de la causa, y el duelo, necesitamos pensarlo sin prejuicios morales ni religiosos, pues hace parte de la vida y esas limitaciones solo llevan a complicar los procesos. La empatía no se trata literalmente de ponerse en los zapatos del otro sino de intentar comprender lo que esa persona está viviendo más allá de mis creencias y escala de valores, por eso el prejuicio solo hace daño, no ayuda a construir una sociedad mejor como muchos creen, sino que la hace más enferma, menos empática y solidaria.