Hoy empiezo estas líneas con una confesión. Hace muchos años, cuando una serie de eventos y decisiones me llevaron al momento de elegir a qué carrera profesional debía apuntar mis aspiraciones, el criterio decisivo fue meramente estético y superficial: elegí la única carrera que, en mi cabeza, combinaba con mi nombre. Esto es algo que no recomiendo que hagan en sus casas, aunque en mi caso fue una decisión cuyos impactos fueron positivos y ayudó a moldear el profesional que soy, más de 20 años después de haberla asumido.
Hablando de criterios estéticos, esta semana tuve la poca fortuna de encontrarme con una opinión centrada en el aspecto de las personas y cómo, específicamente el largo del pelo en los hombres de cierta edad, es un aspecto que sirve para calificar si estos son serios o ridículos a criterio del autor de aquella diatriba. Esto no es algo nuevo, durante mi carrera me enfrenté a la presión social de juicios basados en el pelo, la barba y la ropa: si bien yo había elegido una carrera que sonaba bonito junto a mi nombre, en el ideario popular, mi pinta no se ajustaba a mi carrera. De las cosas complejas de aquellos años (aunque debo decir que la pasé muy bien), fue haber enfrentado aquellos señalamientos que me definían como “Mamerto” sin tomar en cuenta que muchas veces no tenía para el corte de cabello o la cuchilla de afeitar y mucha de la ropa que tenía era herencia recibida de vecinos con buena voluntad (bueno, también fui mamerto, pero eso pasó mucho después).
Es cierto que la belleza prima en nuestras elecciones reproductivas (o meramente de placer), pero dar crédito al color de los ojos, el largo del pelo, la marca de la ropa o el aroma de un perfume como criterios de exclusión en torno a la idea de que alguien bien vestido será más provechoso para una organización, limita en lo estúpido. Bueno, quizá no tanto, hay unos mínimos como bañarse (discutible en un mundo con problemas de acceso al agua). Jota Mario me engañó cuando dijo que lo importante era la personalidad y yo terminé de caer en la trampa cuando creí que el conocimiento sería determinante.
Pero no era así, nuestra sociedad condena la diferencia y nosotros nos habituamos a juzgar a nuestros semejantes no solo con los ojos, sino también, con nuestros prejuicios ideológicos y estéticos que nos permiten “reconocer” y “separar” de un vistazo a los buenos y los malos condenando y premiando por igual las apariencias. Pero tal vez yo no pueda decir mucho; aunque llevo el pelo largo, la barba desaliñada y no me baño algunos domingos, todavía estoy convencido de que mi nombre y mi profesión suenan muy bien juntos.
Frente a esa corriente de opinión, siempre pensé que en algún momento futuro yo debía ser elegido como profesional por mi conocimiento y no por mi apariencia e incluso me propuse, que cuando fuera emprendedor, iba a asumir ese mismo criterio; luego descubrí que el mundo empresarial iba más allá de ser un espacio de exclusión basado en aspectos superficiales, y los criterios de elección y exclusión laboral y profesional iban más allá de lo meramente estético: existen factores ideológicos, sesgos de género, criterios de exclusión por raza y religión, segregación geográfica, ismos de todos los tipos y preferencias por la institución de origen que abarcan desde la universidad hasta el prekinder y en todo este espectro de decisiones absurdas organizacionales la pinta no termina siendo lo de menos.
Diversos estudios científicos han encontrado relación positiva (estadísticamente hablando) entre el índice de masa y el salario, la estatura, el color de la piel, la marca del vestuario, el corte y el color del cabello, el uso de joyas, tatuajes, cicatrices, la alineación de los dientes, el tamaño de la nariz e incluso la localización y la visibilidad de vellos en la piel y estos criterios se sobreponen a factores relacionados con la experiencia y el conocimiento.
Hoy en día los bonitos y las bonitas ganan salarios más altos y tienen mayores probabilidades de ascender en la pirámide laboral solo por su apariencia. Aunque esto no es más que otra estrategia de ventas; en nuestro imaginario, y con tantas posibilidades que ofrece el mercado, no hay gente fea, si no, mal arreglada.