Se atribuye a Andy Warhol haber sentenciado que en algún momento de la historia todos seremos famosos por 15 minutos, una expresión que, a mi parecer, se refiere más al deseo que a la probabilidad: hoy en día perseguimos la fama como una piedra filosofal que tiene el potencial de transformar cualquier momento de nuestra vida en oro y con el auge de las redes sociales y los teléfonos inteligentes, cualquiera puede hacerlo, pero solo si el destino, o más bien la suerte, están de su lado.
Crecimos en un momento de la historia en que la fama y la fortuna se reservaban a una élite especial de individuos con talentos en las artes, la ciencia, el deporte y la política y asistimos también a un momento de cambio en que los reflectores empezaron a dirigir nuestra atención en personas más cercanas a nuestra historia hasta hoy (un día cualquiera en el pasado cercano), cuando la maquinaria de explotación de consumo multimedia nos ha llevado a enfocarnos en eventos puntuales, a veces sin sentido que se vuelven virales efímeramente pero que, bien aprovechados, pueden dar a su protagonista toda la atención que desea. Esto nos ha llevado a pensar, vivir y actuar con el dedo cargado en el gatillo de la cámara, dispuestos a disparar inmediatamente a cualquier suceso de nuestro entorno con la ambición de que sea esta vez sí, el evento que marcará un antes y un después en nuestra historia.
Perseguimos la fama como un sueño que tiene el potencial de alimentar nuestro ego desviando la atención de una vida llena de eventos repetitivos y monotonía, convirtiéndonos en el centro de la admiración de extraños que antes de ella, eran semejantes a nosotros. Perseguimos la fama para generar envidias o pasiones, para ser admirados o queridos, para llamar la atención y sentir el amor de aquellos que no amamos, pero cuya opinión de nosotros puede ser clave para definirnos; perseguimos la fama porque viene aunada a la fortuna y es esta, la que puede significar un cambio radical en nuestro estilo de vida. La perseguimos como un sueño lejano en el que todo aquello que merecemos y el destino nos ha negado sea por fin una realidad; lo hacemos por ego, por vanidad y quizá también por altruismo o estrategia: la fama puede ser también un medio, una palanca en qué apoyarnos para mover el mundo.
El problema inicia cuando dicha persecución se convierte en una obsesión enfermiza por alcanzar un sueño a todo costo posible: empeñamos la privacidad de nuestros propios hijos (o incluso ajenos), nos pasamos de la raya las leyes y las normas existentes, violamos acuerdos sociales tácitos y explícitos, exponemos al escarnio a nuestros semejantes con o sin su aprobación, vendemos al mejor postor nuestra seguridad y nuestra intimidad, hacemos un chiste el hecho de agredir al prójimo y jugamos nuestra vida en un intento desesperado por repetir hazañas que otros han logrado, nos exponemos a la burla y al ridículo para ganar respeto e incluso nos convertimos en espectadores pasivos del mal con tal de lograr una buena toma.
En este afán de lucro y ego, nos convertimos en un engrane más de una máquina de entretenimiento que no valora nuestro intento por ser seguidores y repetidores de tendencias, un sistema construido para pasar rápidamente de un momento viral a otro sin importar el sentimiento que genera, si no las métricas. Lo importante es dar de que hablar, bueno o malo no importa, como un texto apócrifo describe en las mismas redes, la promesa de la fama y la fortuna fáciles, medida en likes y followers bien puede valer el riesgo, o al menos eso es lo que parecemos pensar mientras insistimos repetidamente sin éxito y añoramos el estilo de vida y las dinámicas de consumo de aquellos que sí lo han logrado. Actuamos autómatas sin medir las consecuencias de nuestros actos con la promesa de un momento de atención efímero que se puede llevar por delante lo que somos, o a otros, no importa, lo importante es que sean nuestros 15 minutos. Ya el destino y el azar decidirán el resto.