Primera Parte
Domingo, 4 de marzo de 1976. En algún lugar de la selva tropical del Amazonas una grieta se abre desde el interior de la tierra y deja en el aire cálido pero húmedo un asqueroso olor a azufre
Aquí ustedes podrían pensar que se trató de una erupción volcánica, o tal vez de la aparición de un tanque de aguas termales de origen natural; pero no, ese hedor asqueroso y penetrante, que entraba a las fosas nasales de los ya no habitantes habituales de la selva, hasta acomodarse en sus pulmones y causar un ahogamiento leve pero constante, tenia una razón de ser…
El viernes anterior, según nuestro calendario de origen gregoriano, era 2 de marzo de 1976, pero en las profundidades del infierno era el momento de gestar. De dar inicio a la vida que acabaría con la vida, de renacer.
Para todos es conocido el viejo cuento de cómo Luz Bel, el ángel más perfecto y hermoso que había creado el redentor, se había sublevado ante él y en castigo había sido enviado a las profundidades del infierno, donde su ira, rencor y codicia crecían pero no eran comparables con el odio que sentía por la creación más amada del Dios: el hombre.
Desde lo más profundo del infierno, ese viernes 2 de marzo de 1976 a las 12:00 meridiano, para poner alguna hora, el maligno había sembrado su semilla de vida en una mujer de origen desconocido, a la cual después de haber tomado de manera brutal, violenta y sanguinaria, al cabo de 12 segundos había preñado y, dándose cuenta de esto, introdujo de alguna manera las espinas que sobresalían de su pecho y con las serpientes injertadas en éstas, mientras dormía, le extirpó el útero.
Momentos más tarde puso a germinar su semilla en el útero vivo aún tibio de la víctima, junto a su trono en el infierno.
La grieta va creciendo, el olor aumenta. Los pocos animales que aún quedan vienen a rendirle culto. Las tarántulas más horribles del mundo, con las patas más grandes y peludas, se acercan. No llega solo una; son millones. También se van acercando bífidas serpientes de todos los tamaños y colores. A la expectativa de su aparición no tardan en llegar los cuervos, animales majestuosos que si pudieran en este mismo instante le arrancarían los ojos, pero no están aquí para ello: lo están esperando.
Lo que antes era tan solo un fétido olor se va convirtiendo lentamente en una bruma espesa, acompañada de una que otra llamarada de fuego. Pronto una mano sale de las entrañas de la tierra, ejerce presión sobre la misma y logra salir de un agujero, abre los ojos –enmarcados por su pupila de color sangre toro– y se ve reflejado en los brillantes ojos de las más asquerosas criaturas de la tierra. Da uno, dos, tres pasos, y a medida que avanza va devorando a las criaturas, que complacidas se sirven ante él como galletas recién salidas del horno. De alguna manera logra comunicarse con una rata que reposa sobre la rama de un árbol y es ésta la que le indica cuál debe ser el camino a seguir.
Sin más apuro que el de un psicópata que tiene sed de sangre o el de un río de lava, emprende su camino y no mucho tiempo después llega a una pequeña población a las orillas de un río. Su chaman sabia que vendría y trató de enfrentarlo con la fiereza y la valentía de un jaguar, pero fue inútil. De ahí salió caminado con la cabellera y los ojos de cada uno de los habitantes de la población y se tragó el sexo de los niños más pequeños. Cada gota de sangre lo hacía más fuerte, más poderoso y casi invulnerable. A su paso por cada una de las poblaciones selváticas del Amazonas pasaba exactamente lo mismo: gritos, terror, sangre y muerte. Una a una aniquilaba a sus víctimas y disfrutaba bebiendo la sangre de alguno de ellos.
Sin saber cómo o por qué, quedó demostrado que no solo el hijo de Dios caminaba sobre las aguas: él también lo hacía, pero no brillaba una luz tranquilizante mientras caminaba. No. A medida que atravesaba el mar intercontinental del Amazonas la penumbra iba apoderándose de éste, y sus pasos eran marcados por un hilo de sangre y muerte que flotaba sobre las aguas.
Horas más tarde, con la luz del sol, se encontró frente a frente con uno de los enviados del más importante y mortal de sus enemigos: un ministro de Dios intentó derrotarlo, pero la fuerza de su fe no fue suficiente. Con solo una mirada directa y penetrante a los ojos del ministro, estos explotaron dentro de sus órbitas y a su paso dejó al cadáver crucificado al estilo del amigo más querido del hijo del hombre (pero de cabeza). No podría explicarse tal maldad reflejada en un ser vivo si de él se puede decir eso.
En un punto dado, su destino no era otro que acabar con la humanidad. La mejor manera de hacerlo era invadiendo el corazón del hombre y si esto no fuera posible entonces el corazón le sería arrancado del pecho, una experiencia que además de divertida le parecía útil para alimentarse.
Frente a la banca de un parque observó a un niño sentado que contemplaba el atardecer. Su mirada cambió. Ya no era la de un cruel asesino en serie ni la del psicópata más grande del mundo. De pie parado allí frente a aquel chiquillo su mirada tuvo un cambio asombroso. No denotó tristeza o melancolía ni profundo dolor. No. Reflejaba profundo odio por la figura humana. De un solo golpe voló la tapa del cráneo del niño en la banca del parque, sacó el cerebro y en su lugar a las malas metió el balón de aquel infante, mientras él caminaba chupando la tibia materia gris.
***
Era el momento de dormir, Soraya cerró el libro, cubrió el resto de su cuerpo con las cobijas y cerró los ojos, preparándose para caer en el profundo letargo del sueño. Y así fue: pasó una noche plácida, de no haber sido por el ruido molesto de un mosquito que le zumbó al oído durante sus momentos conscientes.
A la mañana siguiente, como todos los días, y acostumbrada a la rutina de la empleada, despertó, se agarro el cabello con una bamba, y mientras se lavaba los dientes, comenzó a sentir ese cosquilleo que a todos les causa la intriga de querer saber algo que está a su alcance, a tan solo centímetros, y que los llenará de satisfacción conocer. Llevando su libro a la cocina se preparó un desayuno balanceado, compuesto de toronja, cereal y algunos otros trozos de fruta. Continuó con su amena lectura sentada en una de las sillas de la barra que había puesto días atrás en la cocina, y con un pedazo de toronja en la mano se dispuso a continuar. Buscó la pagina 139 y leyó.