Soy profesor y no quiero que volvamos a la normalidad. Ahora bien, no me malinterpreten; no estoy diciendo con esto que quiero que las cosas sigan como en aquellos días en que tuvimos que ver el mundo a través de una pantalla, porque incluso yo, entusiasta número 1 de las posibilidades que brindaba la presencialidad asistida y mediada por TICs… me cansé. Pero es que no quiero tampoco que las cosas vuelvan a ser como antes, que es, como siento, el interés general; y es que ese deseo es peligroso en estos días, pero sobre todo, segregador.
Hace unos días alguien me reclamaba (indirectamente) diciendo que le parecía inaudito que aún no hubiéramos entrado a presencialidad plena cuando el resto del mundo ya tenía tiempo de estar en esas y si… cuando miro a mi alrededor puedo ver incontables razones (como personas) a favor de volver al ritmo y la vida normal que se detuvieron en marzo de 2020. Pero no puedo tampoco evitar sentir cómo, en ese afán por volver a la rutina normal de nuestras vidas, a partir de nuestra posición de privilegio y necesidades, invisibilizamos la realidad de muchos otros tantos que no tuvieron nuestra suerte ante un momento de adversidad.
Es fácil hablar desde el privilegio y enterrar los ideales de otros mientras estamos parados en el pedestal de nuestras historias; sobre todo cuando estamos convencidos de haber superado cualquier tipo de adversidad. Si nosotros pudimos y los demás no, es porque son débiles y no merecen un mejor destino que aquel que nos acompañó hasta nuestra posición en el presente. Creemos que aquello que deseamos, al ser bueno para nosotros, es bueno para todos y si alguien no es capaz de sacrificar todo por ello, no merece la pena que sueñe con alcanzarlo. No nos importa el contexto, si no sabernos superiores al pensar que nosotros no tendríamos problema o queja. Cualquier situación adversa de otros, estamos seguros que sería para nosotros una simple prueba a superar como los guerreros mejor preparados de Dios porque el sacrificio nos entrenó para ser superiores a los demás.
Pero luego miro mi entorno, y aunque no puedo usarlo como una muestra representativa de la realidad, siento cómo escapa de mi la esperanza de construir un futuro ideal o al menos mejor; ni siquiera la crisis fue suficiente para sentarnos a pensar en cómo sería el futuro, porque estábamos muy ocupados en seguir actuando como si nada pasara mientras podíamos volver a la normalidad y ahora que se nos dio el milagro, pareciera ser que nuestra tarea es depurar el sistema de aquellos que están menos aptos para continuar; porque el sistema está diseñado, desde siempre, para un subgrupo que tiene unas condiciones ideales, no perfectas, pero depurables.
He sido testigo cercano y de primera mano cómo la muerte, que para algunos teóricos de la normalidad es insignificante en sus números, vino a cambiar la realidad y las necesidades de muchos, muchos, muchos, de mis estudiantes, obligándoles a asumir roles que van en contravía con lo que el sistema espera de ellos. He visto colegas y compañeros decirle a estos mismos muchachos y muchachas que después de perder todo tuvieron que asumir el cuidado de sus semejantes, que deben escoger entre trabajar y estudiar, porque siempre, esta carrera ha sido presencial y tiempo completo. Los he visto perder el brillo en su mirada y su sonrisa, los he visto perder la esperanza mientras el sistema les dice que está bien, que su salud mental no da mas, pero que deben renunciar porque esto no es para débiles.
Los he visto perderlo todo, familia, amigos y más. También los he visto perder sus posesiones materiales y los he visto llorar por lo que menos se imaginan mientras en las aulas les dicen: te entendemos, pero bueno, creíamos que tenías más fortaleza, y sin ella, no podrás pasar por aquí. ¿No has pensado en renunciar? He visto, cerca y lejos, cómo son arrinconados a tomar decisiones absurdas porque su realidad no encaja con la de los demás…
Y así, el aula se ha convertido en un filtro que usamos para separar a quienes creemos que son más capaces por cumplir con reglas absurdas y quienes no, por no disponer los medios o las condiciones para cumplirlas. Como si la suerte fuera un criterio de profesionalidad y la desgracia un indicador de fracaso, así sin más. Tenemos que cambiar este sistema que premia el privilegio y castiga la adversidad y si, es cierto que también hay quien se aprovecha y saca ventaja de ello, pero aún así, no podemos pensar en que la solución es simplemente volver a las cosas como estaban antes solo porque así funcionaban para nosotros sin pensar en los demás.