Quienes me conocen saben que siempre he sido de lágrima fácil. Las alegrías, las tristezas, las sorpresas, los malestares, todas estas emociones en algún momento han merecido una lágrima. La sensación del nudo en la garganta y la mirada vidriosa tratando de contenerse, aspirando aire lentamente por la nariz y la boca como tratando de secar la emoción que, al primer parpadeo, rueda por la mejilla… sí que conozco esa sensación.

Sin embargo, desde que me convertí en mamá, esa situación, lejos de apaciguarse, de la mano con una sensibilidad importante respecto de lo que me rodea, se incrementó. Las películas, las anécdotas, las canciones y la vida en general parecen generarme mayor empatía, sin querer decir que antes no la sintiera, solo que ahora me generan una reacción mayor, espontánea y visible que, francamente, no me interesa ocultar.

Pese a que la realidad de nuestro país muchas veces nos hace insensibles respecto del dolor ajeno, porque “acá matan gente todos los días”, esta renovada sensibilidad ha reforzado mi pensamiento en cuanto a que nadie debe morir violentamente. Nadie. Los hijos de nadie.

No puede ser que las muertes violentas de las personas se vean simplemente como números en estadísticas, como daños colaterales. En cada uno de esos hogares falta una hija, un hijo, un padre, una madre, una hermana, un hermano, una amiga, un amigo. Nos ha dejado de doler la vida. Nos volvimos una sociedad en duelo y parece no importar, porque el duelo está en todas partes.

Pero está en nuestras manos educar para la vida, educar para la empatía, educar para que esa violencia deje de ser un actor que puede o no tocarnos y que, con resiliencia mal empotrada, como embutida en el día a día, simplemente dejamos pasar.

Todos hablamos con frecuencia del país y la sociedad que le dejaremos a las próximas generaciones, pero pocos piensan y actúan para que las cosas mejoren, para que la vida deje de doler, para que vivir sea sabroso. Para que las cosas cambien, simplemente no podemos seguir haciendo lo mismo.

Entonces si películas como “Encanto” me hacen llorar de principio a fin porque muestran lo que muchas personas han tenido que vivir, si me produce desasosiego pensar que hay muchas personas que solo comen dos veces al día (y podrán imaginar la calidad de las meriendas que consumen), si me duele la muerte de personas que participan en la guerra por necesidad de mejorar su vida, la de su familia, aún en contra de su voluntad, no puedo sino agradecer este regalo que mi hijo trajo con su llegada, el de ser la llorona, que me motiva todos los días a educar y a trabajar para que su vida sea mejor.

Abogada y con un Juan en casa. No vine a hablar de derecho.

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