Investigar para educar (II).

Aquel náufrago, recién llegado a la isla, lo primero que vio fue una horca y, en vez de amedrentarse, se sintió tranquilo: se hallaba entre salvajes, de acuerdo, pero en un lugar donde reinaba el orden.

E. M.  Cioran.

Esta historia tiene leves modificaciones para que a partir de ella no se señale con el dedo a ninguno de sus partícipes, nombres y cargos han sido omitidos o transformados.

Como les decía en mi primera columna, la vida académica del lumpenburgués investigador obedece a la relación que existe entre rendir en su trabajo, adquirir visibilidad en el medio académico y hacer aportes de algo que el sistema ha denominado ‘nuevo conocimiento’. Apunto lo obvio pues vivimos una ola de anti academicismo que hace necesario recordar todo el tiempo que el trabajo en la academia entra en la tensión entre capital y trabajo asalariado.  Ser investigador, docente, académico, es un trabajo.  Pero bueno, eso es salirse del tema.

También les decía, estimados lectores, que mi caso fue el menos grave de los que recibí porque nunca se consumó, y que para honrar mi compromiso les compartiría esos casos que leí que me dejaron asombrado. Van sin un orden particular pero con la idea de que frente a estos casos lo mío no era más que un chisme de oficina salido de escala.

UN SISTEMA DE MAFIA COMO SISTEMA DE EDUCACIÓN.

Los casos comparten algo sobre lo que pienso escribir algunas columnas más ñoñas: la mitificación del sistema de citación, algo que tiene más de un siglo de tradición académica pero que parece imposible de descifrar.  O bueno, eso quieren hacer creer los amos de la información académica (llámense revistas, tutores, docentes, directores de investigación u otro). 

Lo fundamental del sistema, en mi opinión, parte de una idea madre: ‘Si he podido ver más allá es porque me encaramé a hombros de gigantes’ cuya autoría se atribuye (erróneamente) a Newton pero que se ha escuchado desde el siglo XII.  La intención es la de reconocer que, en los procesos de investigación, eso que llamamos ‘nuevo conocimiento’ se debe a una tradición en cada tema que debe reconocerse, por lo que las ideas que no sean totalmente originales deberían ser rastreables, reconocer su origen como una deuda con autores y textos del pasado.

Ahora bien, en los casos que recibí esto es lo que faltó… y ética, mucha ética docente.

El primero guarda relación con el tema de la autoría, dos estudiantes emprenden su investigación y el docente, en su calidad de tutor, les hace apuntes sobre la metodología, sobre los procedimientos, fuentes, etc.  Llega el momento de someter a una revista los resultados de investigación y las  estudiantes se quedan esperando unos comentarios finales, por lo que deciden someterlo.  Obviamente el texto no lleva al docente como autor, él estaba en su proceso como educador y no aporta sino unos consejos mientras que las estudiantes hacen todo el trabajo de la investigación: lectura de estado del arte, búsqueda y procesamiento de datos en la fuente, análisis y conclusiones.  Cuando le informan del sometimiento el docente se sale de sus casillas – al punto de la grosería – porque no lo incluyen como co-autor.

Se preguntarán ustedes ¿coautor de qué? Yo también, él no hizo la investigación, la leyó y opinó (es un caso similar al mío), de su trabajo sería suficiente con poner una nota, por mera cortesía y sin ser obligatorio.

El siguiente caso me parece mucho más dramático, porque involucra una cultura en una facultad de artes… cuyo nombre no quiero mentar.  Las estudiantes encuentran muchas similitudes entre los trabajos de su docente y una página de Instagram (el docente es famoso por su forma de ‘tratar’ a los estudiantes y por comparar su trabajo con el de elles).  Cuando una se da cuenta de que los trabajos del docente son plagios de páginas de Pinterest a los que él añade alguna textura, cambia los textos o algo similar y lo reportan, el docente inicia un acoso legal y se excusa en la idea de ‘interpretación’.  Este es un problema que en artes es mucho más complejo pero que vuelve a tener relación con el mismo principio: darle nombre a los gigantes sobre los cuales te apoyas para hacer avanzar el conocimiento. 

En este, como en todos los casos que presento, la institucionalidad se muestra lenta y anquilosada y no da curso efectivo a las denuncias, nunca llega a conclusiones, no hay penalizaciones, los plagiarios, los que se quieren hacer poner en trabajos donde no hicieron nada siguen ahí, como si nada.

TWITTERLAND.

Sobre ese asunto hay mucha tela para cortar, bueno, no tanta si uno lo vé desde una perspectiva ética: los docentes deberíamos ver que nuestro papel al asesorar a un estudiante que está iniciando su proceso como investigador no es la coautoría sino la tutoría.  Los otros casos que me llegaron apuntan a lo mismo: ¿Por qué un docente figuraría como autor si tan sólo aconseja un camino, pero no realiza el trabajo duro de la investigación?

De esa línea se alejan dos, que me parecieron desconcertantes. 

En el primero, una muy reconocida editora lee textos de tesis para una publicación y descubre uno extrañamente familiar, por lo que decide buscar con más cuidado.  Tras unos párrafos más, sobrepasada por la familiaridad de lo escrito descubre una noticia que ni de novela de Gustavo Bolívar: es su propia tesis, sin citas hay paraíso.  Aclaro: un estudiante decidió plagiar su tesis y presentarla en la misma facultad de la que ella se graduó.  Ante las dificultades para contactar al plagiador le escribe a la tutora.  Ella se lava las manos y le pone el peso a la autora original: ‘¿Usted le dañaría el grado a esa persona? Le faltan un par de semanas para graduarse, ya fue aprobada’.  Y pues en ese apelar a las emociones, la autora original no siguió el proceso. 

El segundo me parece francamente de locos.  Hay un taller de grabado en la u.  El proceso de grabado exige una infraestructura que soporte el uso de ácidos y áreas de secado y demás, por lo que es usual que los estudiantes dejen su trabajo a secar en zonas pública del taller.  Pues bien, un docente decide tomar los grabados que están colgados sin autorización y sin mediar palabra con los estudiantes autores; los interviene, algunos levemente, otros de una manera más profunda, otros los corta y hace collages.  Los estudiantes se dan cuenta del uso de sus obras y deciden denunciar, pero como en los otros casos, eso queda en las burocracias de las universidades y nunca se da un fallo.  ¿No es la ética el primer filtro para saber cuándo se da un plagio? Al parecer en la academia no.

Para mí el plagio es un problema profundo que tiene que ver con nuestra idea de lo ético y la presión del sistema en la producción.  Un sistema que no tiene en cuenta las diferentes competencias que pueden producir un saber está en deuda con sus partícipes y, en tal sentido, exigir el mismo tipo de producción a personas distintas no deja de ser una injusticia, más en temas de investigación.

Algo común es que la universidad exige investigar pero poco o nada enseña de ello, ni a sus docentes ni a sus estudiantes.  Llevamos más de 25 años de nuestro sistema de ciencia y aún el tema de la citación parece un invento que no nos toca.  Creo que esa deuda no se salda con un par de premios, necesita permear el conjunto de la educación en el país, pero por lo anotado, hay una resistencia a la cultura de la investigación que debería ser discutida.

¿Qué tienen en común estos casos de plagio? Que siempre será mucho más fácil tomar lo que hizo otro y presentarlo como propio que asumir un proceso de autoformación para decir lo nuevo.  Y ahí está la deuda de la educación con el país y sus procesos de investigación. Estamos entre salvajes, pero parece reinar el orden.

Bogotano. 50 años. elarteylaarquitectura.wordpress.com

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