El valle de la sombra de la muerte

Por: Adriana Cabrera Velásquez

¿Alguna vez se nos ha ocurrido que Dios no sea luz, sino oscuridad, que no sea claridad sino sombra?

El Salmo 23, uno de los más reconocidos y citados de la Biblia (ese es el de “el Señor es mi pastor, nada me faltará”) tiene uno de mis versos favoritos: “aunque ande en valle de sombra de la muerte no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo”(Ps23:4).

El otro día hice un pequeño sondeo para saber qué pensaba la gente que quería decir eso de ‘andar en el valle de la sombra de la muerte’ y me encontré con varias respuestas interesantes: unas personas me dijeron que se refería a la transición entre la vida y la muerte, otras que se refería al desconocimiento de la palabra de Dios, otras más que se refería al duelo por la pérdida de un ser querido, otras relacionaron la sombra de la muerte con vivir en soledad, y otras con una enfermedad crónica o con depresión; para otras estar en el valle de la sombra de la muerte es estar en la vida aunque cerca de la muerte, como es el caso actual del pueblo ucraniano o el colombiano sobre todo si uno vive en regiones como Cauca, Chocó o el Magdalena Medio.

Debo decir que para muchos no tener la experiencia del valle de la sombra de la muerte implica privilegio. Hace unos días me encontré una entrevista del proyecto Teología Sinvergüenza (@teosinverguenza) con la teóloga afrolatina Yolanda Santiago Correa, que hablaba de cómo algunas personas sólo podían referirse a este paso por el valle de la muerte remitiéndose terceros porque nunca lo habían vivido en carne propia. Escuchando esto no pude dejar de pensar en Francia Márquez Mina, quien esta semana en el debate de vicepresidentes le decía a José Luis Esparza, fórmula de Ingrid Betancur: “yo no tengo que ir a las regiones, yo soy de las regiones”, esto, al mismo tiempo que el candidato, que además es coronel retirado del Ejército Nacional, se pavoneaba diciéndole a ella con toda la condescendencia del caso que el racismo en Colombia no existe porque él había estado en el Cauca y no lo había visto.

 Independientemente de la interpretación que se le dé, andar por el valle de la sombra de la muerte implica un paso. Es un atravesar, una transición en la que solamente nos quedamos si dejamos de caminar. Andar por el valle de la sombra de la muerte no es definitivo, a menos que dejemos de movernos. Cruzar implica tomar un riesgo, ser vulnerables y actuar con coraje, como diría Brené Brown en sus muy conocidas charlas de Ted sobre el poder de la vulnerabilidad y como, de nuevo para tomarla de ejemplo, vemos a Francia capoteando a todos los políticos hegemónicos que solo con su presencia se despelucan sin saber dónde ponerla. Nadie atraviesa el valle por nosotros, pero por muy miedoso que parezca, el valle es atravesable, y por muy solos que nos sintamos, por lo menos según el Salmo, Dios está allí presente.

Pero dirán ustedes, ¿cómo puede Dios estar allí, si es tan oscuro y si es el valle de la muerte? Pues simplemente porque Dios es la sombra. Se me ocurre que a veces no sentimos la presencia de lo divino porque siempre la andamos buscando donde hay luz, y sí, por lo general está allí. Pero recuerdo a la gran diosa griega Stokeini, que vive en las cavernas de Creta y acompaña a los peregrinos que bajan por las rocas a encontrarse con ella. En ese contexto la oscuridad no es algo para temer, porque la diosa la vuelve confortable y no es para menos, es su casa, allí vive. Así las cosas, podemos andar por el valle de la sombra de la muerte y encontrarnos con Dios, como lo hizo Jesús en el desierto, o en la cruz, o incluso simplemente regresando a Jerusalén montado en un burro sabiendo que lo esperaban para matarlo, como a muchos líderes sociales de este país.

Dios no es un ser que nos arranca de nuestra realidad y nos pone mágicamente a salvo, sino la presencia que acompaña. Y volvemos a lo que decía yo en un artículo anterior: Nuestras imágenes de Dios crean nuestra realidad, y nuestra realidad crea nuestras imágenes de Dios. Buscamos un milagro que nos saque de nuestra miseria porque tenemos la imagen de un Dios que salva. Pero Dios no salva eximiéndonos de nuestra propia experiencia, sino acompañándonos a través de ella. El milagro es que 780.000 personas hayamos abierto los ojos y creído en un país mejor para poner a Márquez Mina en la palestra pública disputando la vicepresidencia con los políticos y maquinarias de siempre. El milagro es que ella haya asumido con coraje ocupar ese lugar, a sabiendas de todas las agresiones y amenazas que se le vendrían encima. El milagro es que su sola presencia esté dando las pautas de esta campaña electoral en la que con toda seguridad no habría más candidatos afro y no se estaría hablando de opresiones sistémicas, tradiciones ancestrales o lenguaje incluyente si ella no estuviera en la contienda. En otras palabras, el milagro no llega por obra y gracia de Dios, el milagro se construye.

Hay otra expresión bíblica en la que la que la imagen de Dios es la sombra: ‘La sombra de tus alas’, el escampadero ante las adversidades, el útero, si se quiere, como en el Salmo que dice: “en la sombra de tus alas me ampararé hasta que pasen las calamidades” (Ps.57:1). Aquí la oscuridad es tiempo de gestación, como el invierno, como el horno en que se cuecen las ollas de barro, como la noche, en que se siembran sueños.

Querido Dios, el próximo 29 de mayo me ampararé en la sombra de tus alas. El 30, amanecerá y veremos.

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