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El hombre invisible

Y cuando despertó, el dinosaurio había desaparecido

Desde que me dijo lo que me dijo solo pensaba en vengarme.  Quería destruirlo poco a poco, acabar con todas y cada una de sus ideas y pensamientos, anularlo completamente, hacerlo parecer un perfecto idiota delante de todos. Pero no podía llegar al extremo de matarlo, aunque en mi mente le había sacado el hígado y los ojos. Lo que hice fue tratar de ignorarlo, hacerlo invisible, no verlo, no oírlo. Al principio fue difícil: somos 24 personas, en un espacio muy pequeño, trabajando más de ocho horas diarias.

A veces se me hacía insoportable el hecho de querer descansar los ojos de la pantalla luminosa y con solo levantar mi cabeza tener que encontrarme con su pobre humanidad. Siempre escuchaba su risa molesta e inesperada, cada vez que le contaban cualquier tontería. No podía concentrarme en mis asuntos después de ese sonido estridente y continuo que se iba igual que llegaba. Muchas veces me lo encontraba cerca del baño o en la cocineta sin poder evitarlo; mi mirada se iba hacia el muro o el piso, pero cuando ya era tarde. En las reuniones mensuales tampoco había escapatoria; era un hecho que debía soportarlo y con el mayor disimulo, peor serían las preguntas, las miradas curiosas o las indirectas que se suelen decir en estos casos donde todos estamos tan cerca.

Pero cada vez fue más sencillo sacarlo de mi vida. El truco estaba en tener la determinación para hacerlo y nunca desfallecer. Sí, hubo momentos en que le hablaba, y no sabía bien cómo reaccionar, pero fueron solo algunas ocasiones absolutamente necesarias.

Nunca me había parecido tan maravilloso y útil el correo electrónico y el teléfono como en esos tiempos. Al usar el primero tenía tiempo para escoger las palabras más áridas, distantes y secas, de tal forma que a través de ellas pudiera transmitir todo mi desprecio sin faltarle al respeto. Debo recordar que este sujeto sin escrúpulos no dudaría en acusarme ante el jefe.

Pero prefería el teléfono; el tono y los matices que le daba a mi voz podían comunicar todavía mejor y con mayor precisión mi repulsión y asco. Al llamarlo a su extensión sí que era incisiva. Incluso la expresión de mi cara cambiaba. No era necesario subir la voz, pero sí era indispensable tener la primera y la última palabra en la conversación y obligarlo a escucharme sin interrupciones. Siempre pensé que podía colgar cuando quisiera, pero nunca lo hizo. No modulaba ni una sola palabra, en cambio, me escuchaba serenamente. Lo sé porque alcancé a mirarlo y no se veía incómodo, solo fruncía el ceño y se pasaba los dedos por la frente. Yo siempre le colgaba y él se daba cuenta unos segundos después. Eso era lo que más disfrutaba; ya tenía mis dedos brincando de tecla en tecla a otra extensión cuando él apenas intentaba decir algo en vano a través de la bocina.

En varias ocasiones pensaba que perdía mi tiempo y se me fueron acabando los insultos, pero me conseguí un buen diccionario y pude encontrar algunos bastante escasos. Sin embargo, no tenía caso denigrarlo si el pedazo de porquería no conocía el significado de esas palabras tan rebuscadas. Debió haberse enterado por el tono irónico, burlesco e iracundo de mi voz, pero no era suficiente para mí, quería que supiera que era el peor ser humano que jamás ha pisado la faz de la tierra, el más asqueroso y repugnante, el más desgraciado de todos y que no entendía cómo el resto no se había dado cuenta.

Mi interés era hacerlo sentir a la altura del betún y que su ego fuera igual que el de un gusano de esos que viven en el intestino delgado de los niños y les provoca diarrea. Yo quería que supiera que lo detestaba, y que las palabras por más sacadas de un diccionario que fueran, apenas si lograban acercarse a lo que yo sentía por dentro y que debía salir por mis poros para no terminar envenenada.

El jefe al fin se enteró. Supongo que el idiota no aguantó más y se quejó de mí. Pero pudo haber sido alguien que me escuchó cuando lo insultaba por teléfono o de pronto se me salió un comentario en alguna de esas conversaciones donde tanto lo mencionan. El tipo es bien parecido, alto y agradable. A las mujeres las emboba con su perfume seductor y con palabras baratas, a los hombres les hace favores y con frecuencia les da consejos.

Yo no negué ni afirmé nada al respecto. Cuando Fabiana me preguntó que, si había tenido algún contratiempo con G, le pregunté qué entendía ella por contratiempos. Ella me dijo que algún disgusto, malentendido, discusión, enfrentamiento o situación embarazosa. Le respondí que sí, que había tenido con G todas las anteriores y muchas más, pero sin trascendencia, nada que no se hubiera arreglado con el tiempo, por sí solo, o por medio de un trabajo bien hecho.

Fabiana se veía tranquila; me miraba a los ojos y yo hacía lo mismo. No tenía miedo ni me sentía incómoda, me controlé como nunca y cuidé mis palabras por primera vez. Ella me decía que se había enterado de que los dos nos llevábamos mal y yo le dije que con nadie me llevaba realmente bien; me pagaban para trabajar, no para hacer amigos y cuando las cosas no salían bien, lo comunicaba con franqueza y claridad, con el fin de resolver el asunto y por el bien de la empresa, lo cual no era muy agradable para muchos, pero aún así daba resultado. 

Muchas otras razones así por el estilo se me fueron ocurriendo y lo peor era que de muchas tenía los ejemplos para exponerlas mejor. Pero Fabiana no se veía satisfecha del todo.  En ese momento llegó G. y le habló en secreto, yo me levanté de la silla, pero no alcancé a salir de la sala de reuniones. Fabiana me dijo que tenía que resolver algo urgente y que luego terminábamos la conversación, pero eso nunca sucedió.

Poco a poco G. fue desapareciendo, hasta que un día era parte del mobiliario. Logró camuflarse con el gris de las sillas y el blanco de la pared. Por más que me esforzara no podía verlo ni recordar quién era la persona que se sentaba en ese rincón junto a la ventana a primera hora todos los días.

A veces mi jefe se acercaba allí y hablaba durante largas horas en un lenguaje muy técnico. Yo ponía atención a cada una de sus palabras y expresiones, pero era más sencillo entender a un turco. Ni siquiera escuchaba una voz diferente a la de Fabiana. Como no podía ver, ni recordar, ni sentir su presencia, me dediqué a mis asuntos. Poco después, me convencí de que durante varios meses gasté mi energía inútilmente despreciando a un ente que no existía.

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