Sus ojos miraron hacia el mar y solo encontraron de frente el reflejo de la luna que le observaba. El silencio recorría frío los alrededores como llamando a la muerte; callado, sin palabras.
La oscuridad se encontraba lidiando con el cielo, y el mar embravecido seguía llegando a la orilla, besando la playa sin que algún incauto cualquiera lo notara.
El aliento del viento le despertó y miró a su lado; allí estaba ella, con sus ojos pidiendo abrigo, su cuerpo… y sus manos… Por un minuto la observó, sabía lo que quería decir, pero se negó a pronunciar.
Aquel instante sublime valía más que cualquier palabra que enjaulara su sentir; miró entonces de nuevo hacia el cielo, la luna se ocultaba desnuda tras un manto de nubes, las estrellas bailaban estáticas sones milenarios que noche a noche, desde el inicio de los tiempos repetían.
El mar… agitado, embravecido, arremetía su furia tratando de besar eternamente a la playa vencidos todos los obstáculos.
Ella miró de nuevo sus ojos, ya opacados por las nubes de tempestad que envolvían la atmósfera. No la encontró tras aquellos luceros.
Se levantó, caminó frente a ella y luego de besar su mejilla se internó en el mar, tratando de abrazar al amigo que comprendía su pena, se fue con él y nunca más regresó.
El amor también es un adiós, dejó escrito en la arena.