Del esfuerzo para derretir la nieve

Gonzalo Martín

En la antesala de los ascensores de la clínica La Milagrosa de Madrid hay, en lo que fue el espacio de un ascensor antiguo entre los tramos de la escalera, una imagen abrumadora de una virgen que, como se pueden imaginar, se corresponde con la que pone nombre a la que es una respetadísima institución médica. La otra tarde estaba rodeada, además de otras muchas muestras de arte floral, de dos rosas preservadas dentro de su correspondiente envase. Esto es importante, porque el envase me permitió saber que las rosas eran de la marca Verdissimo, que son la obra de un productor de Cundinamarca, la tierra alta que acoge la ciudad de Santa Fe de Bogotá.

La flor preservada es un interesantísimo prodigio técnico que hace que, a diferencia de la flor seca, las rosas tengan aspecto de frescas y con la textura casi del pétalo natural: una forma de retener la belleza. Permítanme la nota para economistas aficionados o no: si bien es cierto que Colombia, junto a Ecuador, son los máximos productores mundiales de flor cortada (al menos, de rosas de colores mágicos), la flor preservada -y con marca- es una forma de proporcionar valor añadido a lo que de otra forma sería una mera exportación de materia prima que, además, es controlada por los países que generan la demanda: un clásico entre los problemas de las economías pendientes de suficiente desarrollo.

Verdissimo no es una marca de masas. Los tonos italianos del nombre no creo que le recuerden a nadie que Colombia existe, a pesar del prestigio de sus flores (ustedes no pueden dejar de admirar esa profusión de orquídeas), pero estamos ante un comerciante inteligente -sí, una vez me senté con él- y que vende su producto en muchos de países del mundo verdaderamente exigentes. Todas las economías tienen este tipo de empresas medianas de buen hacer y con desempeños de calidad internacional.

Les pido ahora que no olviden las flores y recuerden el invierno de 2016. En la Puerta del Sol de Madrid, Netflix contrata una publicidad de dimensiones descomunales y presenta la imagen de Wagner Moura (Pablo Escobar en la ficción de la cadena norteamericana) junto al lema «Blanca Navidad». Es diciembre y, en Europa, nieva. La cocaína se amontona en montañas blancas.

El éxito de la saga ficcionada del jefe del cartel de Medellín generó una repercusión inmediata: no sólo para los medios de comunicación mereció la ingeniosa comparación entre el invierno y el drama del tráfico de drogas el espacio que se dedica a las noticias, sino que el público de a pie esparció la imagen con sus teléfonos a todos los confines. En las agencias de publicidad -yo estaba allí- se abrió la boca con asombro ante la audacia de la marca. Obviamente, en Colombia no gustó nada la apología de Pablo Escobar Gaviria.

Tan poco gustó, tal es el afán de todo un país por no ser interpretado o únicamente percibido por el asunto que le da imagen mundial, tal es el cansancio por un desgarro de varias generaciones de violencia, que las autoridades colombianas no tuvieron mejor idea que protestar oficialmente. En efecto, no tuvieron una propuesta alternativa para explicar el país que es, no el país que se cree conocer. Pasado un tiempo que se cuenta en días, todo el mundo olvidó la imagen navideña y también se olvidó, si alguien tuvo la idea, de la tentación de querer dar a conocer al mundo otras realidades.

Todos los colombo-españoles hemos padecido la sonrisa repetida y el chiste fácil de quien pone el dedo en la nariz cada vez que cuentas que subes al avión: lo perdonas con aburrimiento porque, aunque te sientas molesto, no puedes dejar de ser compasivo, sabemos que el interlocutor no puede entender. Es por ello que el doctor Piernavieja, entrenador en conflictos culturales para ejecutivos, decide reproducir esa imagen de 2016 a los directivos que, ansiosos de mejorar sus habilidades para la gerencia internacional, no pueden creer que esa Colombia que ellos dicen que no es, es la que es. Porque esa es la que vive en la mente de la gente.

Es poco el espacio que tiene el paseo de coches de El Retiro de Madrid para ubicar la tradicional Feria del Libro. Yo la hubiera llenado de flores colombianas y hubiera hecho saber que, junto a todos esos autores que el público conoce y otros que descubrirá, es también el país de calas y crisantemos. Un viaje desde el invierno nevado al final del verano luminoso y pintado de rosas de todos los colores. Y la hubiera llenado porque, si te invitan a ponerte en el centro de la vida cotidiana más querida de los madrileños, si son tus consumidores de letras, si se quedaron en ese invierno del descontento, yo quisiera que saludaran el color y el optimismo.

La Feria del Libro empezó la semana pasada y venía con polémica. Seguramente, los españoles no son demasiado conscientes de que en el país invitado a la Feria han discutido duramente al respecto de la manera de hacerlo. En realidad, se ha discutido porque el Gobierno no ha estado lúcido en la gestión de un acto así: miles de madrileños paseando en su tiempo libre y mirando libros con la boca abierta merecen una estrategia de verdadera altura para cambiar nieve por pétalos de rosa.

La polémica partía de que es el gobierno quien decidía (supongo que lo decide porque es su dinero, el dinero de los colombianos), qué autores debían representar al país en las consabidas jornadas y conversatorios que acompañan el ser protagonista de un evento de esta clase. Autores que suelen acompañar su presencia con inevitables y festivas firmas de dedicatorias: se venden libros, se dan a conocer, hablan y supongo que también tienen sentimientos encontrados sobre el público (nunca sabe qué qué entiende la gente de un texto), amén de que hay periodistas y otros divulgadores que no tendrían el tiempo y la paciencia para acercarse a estos nombres en la cotidianeidad española.

Efectivamente, uno esperaría disponer de la máxima potencia de la crema de la crema de literatos colombianos con una astuta mezcla de nuevos talentos a los que lanzar hacia otros mercados: generar conversación pública, conversaciones sobre libros e historias, sobre belleza y sentimientos humanos. ¿Cómo no dar ocasión a Héctor Abad Faciolince, justo cuando tres españoles -juro que yo no daba crédito- han podido escribir un guión sobre su relato más reciente, dirigir e interpretar una película en la que todo el mundo puede creer que estamos ante artistas paisas y no unos imitadores ibéricos y hacer que más gente la vea? Porque tienen que verla, es un prodigio de felicidad y de dolor.

¿Por qué no dar a conocer una novela como Rio Muerto, que está escrita mágicamente y no con realismo mágico, sólo realismo a secas, y que cuenta violencias y redenciones que no son las de los Ochoa, el Mexicano y el Patrón del Mal? Los españoles quedarán prendados de ese lenguaje. Y están Pilar Quintana y Laura Restrepo y bastantes más. La decepción del ambiente literario colombiano ante la ausencia de sus estrellas fue explicada por el señor Embajador con una expresión que se convirtió, como se dice hoy, en tendencia en el ruido incesante de lo llamado social: buscaban autores neutrales. Se supone que para evitar la crítica a la actuación del Presidente Iván Duque, un curioso abanderado de las industrias culturales como fuente de desarrollo y que, cree quien les escribe, se olvidó de la promoción y temió por su imagen.

Allá fuimos el doctor Piernavieja y un servidor de ustedes a hacer fila para ver a Darío Jaramillo, al que le han dejado como neutral, y que nos firmara Cartas Cruzadas, un libro que explica mejor qué pasa dentro de una sociedad que se dopa con los beneficios del narcotráfico y cómo se quiebran sus costuras tradicionales por la modernidad, que los videos de Popeye el sicario. Un libro que es una especie de psique de la buena sociedad colombiana.

En el camino de salida nos planteábamos por qué no estaba allí Crepes & Waffles haciendo un espectáculo de la fruta colombiana y enseñando a los madrileños a tomar jugo de lulo, un éxtasis. Mis amigos piensan que ese nombre, que pueden ver en algunas de las mejores calles de Madrid, no es más que otra cadena americana que no han visto nunca: las flores tienen nombre italianizante, los de Crepes ocultan que son colombianos.

¿Por qué no había tampoco café? Miento: una especie de cartel de Sello Rojo y un minúsculo córner de Juan Valdés medio ocultos. ¿Y traerse unos baristas y una gama amplia de productores de cafés especiales, tan necesitados de promoción como el que los españoles descubran algo más que Juan Valdés y el sello de marca Café de Colombia para que, en el país enamorado de George Clooney y con los mejores chefs del mundo, alguien perciba los matices y riqueza de lo que hacen los cafeteros de a pie?. Café y libros, en la era en la que las librerías son cafeterías. Café, conversación y excusas para periodistas, para invitados.

Las puertas de El Corte Inglés están forradas de propaganda de Totto. Es la vuelta al cole y un cuarto de planta del centro de Callao lo ocupan bolsas y material escolar que compran niños españoles de una empresa que diseña desde Colombia. El centro de la Feria estaba ocupado por un pabellón sobre literatura infantil y actividades para niños con Colombia como centro. Una librera de Yopal (¡de Yopal!) tenía su stand repleto de ediciones increíbles de cuentos para infantes. ¿Es estúpido pensar cuánto podría hacer Totto por normalizar la imagen de Colombia en los niños? Puede que los dueños de la marca no estén interesados en al atributo colombia para su marca (esas cosas pasan en el márketing y se entienden) pero si fuera Presidente de la República sí me interesa tirarles del brazo.

Si yo fuera Presidente de la República, me tomaría la molestia de llamar a las mejores empresas y activos de Colombia para huir de la nieve. Uno no se resiste a colaborar cuando le llama tan alta autoridad, especialmente en tiempos de plata esquiva. Fácil de decir, siempre complejo de llevar a cabo. La Vicepresidenta y Canciller estuvo elegantísima en la inauguración, pero no creo que nadie la pueda recordar. Iván Duque llegó presuntamente a hablar de su libro y tan obsesionado por la neutralidad que terminó hablando de lo que seguramente no quería hablar: de las controversias de su presidencia y no de los libros, las películas, el olor del café y el vuelo de las aves en un territorio que puntúa en lo alto de la biodiversidad mundial.

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