Adriana Cabrera Velásquez
Duelista. Leo y escribo en dos idiomas aunque me mata la ortografía.
Crecí en una familia Cuáquera, en la época del Concordato entre el Gobierno colombiano y el Vaticano, cuando la única Iglesia reconocida legalmente en Colombia era la Católica y todas las demás expresiones religiosas, incluyendo el Cuaquerismo, tenían que subsistir y resistir en la clandestinidad.
Mi papá en sus épocas de juventud y siendo el soporte de cuatro pekes perdió empleos por haber sido abierto acerca de sus creencias. En los años setenta mamá, papá y pekes nos reuníamos a orar cada domingo con otras tres familias turnándonos de casa, porque así hubiéramos querido no podíamos tener sede o “iglesia”. Fuimos educados bajo los testimonios cuáqueros de igualdad, comunidad, honestidad, paz y simplicidad, pero de puertas para afuera vivíamos una vida católica, incluso bautizándonos y haciendo la primera comunión a lo católico para poder acceder a educación (tocaba presentar la partida de bautismo para matricularse), y vivir una vida sin afanes morales, aunque eso de estar en el closet espiritual ya era un aprieto bien grande.
A mis quince años mi papá se las ingenió para mandarnos a Estados Unidos a hacer el bachillerato, en colegios ahí sí cuáqueros con todas las de la ley, y poder así conocer esa fe y estilo de vida en toda su plenitud. Confieso que, aunque la idea de estudiar en el exterior era interesante, de niña los cuáqueros me sabían a cacho y no tenía ningún interés ni en la religión ni en lo religioso, así que al graduarme del colegio regresé a Colombia a estudiar en el ambiente más secular posible: La Universidad Nacional. De allí me gradué de la carrera de literatura, a la que me presenté no por amor a los libros sino por huirle a las matemáticas, y como ya era bilingüe, mi primer empleo fue como profesora de literatura en inglés en un colegio masculino de delfines políticos donde los niños llegaban en carro blindado con escolta a tratar al profesorado con grosería sabiendo que ya tenían su vida solucionada.
Entre todo eso me casé con mi novio de la universidad, me embaracé, perdí el bebé, me divorcié y en cuestión de meses terminé cual Jonás, vomitada por la ballena (Jonás 2:10), enseñando español en un colegio internado de un pueblito de Ohio, EEUU, en medio de los cerdos, los concursos de calabazas gigantes, los cultivos de maíz y de nuevo, el Cuaquerismo.
Estuve allí cinco años enseñando mientras pegaba con colbón los pedazos afilados de mi roto corazón. Además de español, me asignaron la dirección del dormitorio de mujeres, cosa que me dió pánico, pues a lo largo de mi vida el sexo femenino no había hecho más que matonearme por reírme duro, sonreír siempre, solo vestir pantalones, jugar fútbol con mi hermano, pitar partidos de basket, hacer el mejor test de cooper del salón, detestar el maquillaje, no esconder mi inteligencia y no lograr quitarme el acento latino al hablar inglés.
Para mi sorpresa y a pesar de mis temores, dirigiendo el dormitorio me gané el respeto de las niñas y pronto me convirtieron en su modelo a seguir. Ellas, con sus inquietudes, pilatunas y exploraciones sexuales fueron mis sanadoras: Un día una estudiante llegó a consultarme angustiada pues estaba enamorada de una de sus compañeras. Yo, sin ningún aspaviento, la escuché y le di consejo. No me acuerdo qué le dije. Lo que recuerdo es que ella, en medio de la sesión, de pronto pausó, se puso pensativa y me encaró diciendo:
–Adriana, ¿y tú por qué sabes tanto sobre esto?” Fue la puntada inicial hacia el encuentro conmigo misma.
Al poco tiempo terminé estudiando Teología en un seminario, no con la intención de ser capellana o pastora de ninguna iglesia, sino con la única idea de, al igual que Eva (Génesis 3:6), adquirir sabiduría. No sabía nada de Cristo o los cristianos, ni siquiera había leído la Biblia con algún juicio, pero de algún modo ahí me recibieron y ahí tuve cabida.
En mi caso no fue la religión la que me condenó. Fue la religión la que me liberó y me reconoció como hija legítima de Dios y la naturaleza, porque como decía Desmond Tutu, yo no me imagino a Dios lamentando una y otra vez la creación de personas LGBTQ+ como si fuéramos su desacierto más recurrente.
Y así, navego libremente entre corrientes de pensamiento que culturalmente, y sobre todo en este país del Sagrado Corazón, no se hablan entre sí. A la gente, y sobre todo a las mujeres y las minorías, la institucionalidad religiosa les ha dado tan duro con la Biblia, que no la quieren ni ver, a menos que sean mujeres y minorías aún sometidas bajo el yugo del todopoderoso blanco, ojiazul, e inmaculado Jesús, que las manda a rezar avemarías en frente de los hospitales defendiendo el No al aborto, el No a la eutanasia, el NO a la anticoncepción, el NO a los matrimonios entre personas del mismo sexo, el NO a la transexualidad, el NO, el NO y el NO.
Para mí la religión no es algo que se expresa desde afuera, siguiendo preceptos morales impuestos por jerarquías masculinas y patriarcales que no conocen nuestra experiencia. Para mí la religión se vive desde adentro, precisamente desde la vivencia, y la Biblia por eso no es infalible e intocable como una porcelana, sino moldeable y equívoca como la vida misma. No está allí para adorarla sino para pensarla, para reflexionarla. Como cualquier otro libro, acepta tanto lecturas opresivas como liberadoras y por eso no debe leerse literalmente, pero sí con seriedad.
Jesús a mí me parece personalmente un bacán, pero sumergida en las imágenes que se presentan de él había sido difícil acoplarme a su relato. Esto fue así hasta el día que entré a clase de Teología y la profe proyectó sobre la pared a Jesucrista: Mujer desnuda, ensangrentada, clavada en la cruz, y de inmediato pude verme allí, clavada en la cruz con ella. Y junto conmigo clavadas en la cruz estaban las mujeres abusadas, discriminadas, asesinadas, violadas, ignoradas, denigradas, humilladas y silenciadas a lo largo de toda la historia.
Entendí entonces que el ejercicio consiste en apropiarnos también de ese discurso para que hable de nosotras y por nosotras y no contra nosotras. Las Escrituras son como una plastilina que se puede amasar, aplanar, redondear, estirar, hormar, sin que cambie su composición o su esencia. La historia sagrada hay que entenderla en contexto, y según ese contexto puede moldearse para que resuene con nuestra experiencia.
Podría terminar mi reflexión ahí, pero no se me olvida que escribo este artículo con ocasión del Día Internacional de la Mujer, que se ha tergiversado para pasar de ser un día de reivindicación de los derechos de las mujeres y de conmemoración de una masacre, a ser un día de celebración de nuestra “dulzura y feminidad” que no es más que más machismo y más comercio. En este día además nos “celebran” regalándonos lo que yo llamo” flores de sangre”, cultivadas en su gran mayoría por mujeres mal remuneradas que trabajan bajo unas condiciones laborales denigrantes y por una cantidad de horas desproporcionada, para seguir perpetuando los actos por los cuales precisamente El Día de la Mujer quiere reclamar.
Propongo entonces que en vez de flores de sangre nos regalen Jesucristas en sus diversas modalidades: estampitas, camándulas, relicarios, dijes para la cadenita, aretes, anillos, pulseras, como la quieran. Quizás así se entienda con más contundencia el mensaje del 8 de marzo y el de Jesús crucificado.