Estos últimos dos años han sido extraña y extremadamente difícil para los niños; si bien la realidad como la conocemos cambió para todos, los adultos nos tomamos la libertad de retomar las antiguas costumbres bajo la bandera de una nueva normalidad, no así los niños que tuvieron que transformar su vida y sus costumbres en nombre del cuidado, la prevención y tal vez, la irracionalidad de los tiempos que corren. No he de discutir aquí, sin embargo, las medidas que los involucran pues no es esa mi área de especialidad y mal haría en entrometerme a formular estrategias o influir en la toma de decisiones basado en una visión que puede a todas luces resultar sesgada. Mi experiencia, mis habilidades, mis títulos y mi conocimiento me permiten aprender, no tanto así entrometerme, es como si decidiera declararme músico porque sé sacarle algunos acordes al piano que compré hace una década y solamente hasta esta pandemia ha tenido uso gracias a algunos tutoriales YouTube y mucho tiempo libre. Pero estoy desvariando, o como diría mi padre. “Miando fuera’el tiesto”. Hoy en día a todos les importan los niños y siempre ha sido así, aunque nunca ha parecido ser cierto.
Creo muy poco y más bien dudo mucho de aquellos que enarbolan el discurso de salvar a la niñez de un futuro distópico al tiempo que se excusan al ignorar el pasado y el presente: discursos vacíos de acción y de compromiso por construir acciones reales en torno al futuro, discursos llenos de incoherencia en el mismo nivel de las florituras que los adornan: ¿alguien quiere pensar en los niños? Claman desde sus púlpitos para soportar cualquier propuesta, elegir un plan de gobierno, atacar a FECODE, combatir la corrupción, bajar impuestos (o subirlos), cerrar la JEP o abrir colegios y universidades; cada peso gastado, invertido o ahorrado se calculan en equivalentes a nuevas escuelas que nunca han sido construidas, puntos de internet que desaparecieron o desayunos y almuerzos escolares que no han sido servidos, la niñez es hoy un trapo de colores que simula ser una bandera de progreso con una visión sesgada e incoherente.
Conflictos armados, crisis humanitarias, pobreza, corrupción, violencia sistemática, abandono estatal, desigualdad, falta de infraestructura, vulnerabilidad, migración, violencia directa, reclutamiento de menores por grupos al margen de la ley… cada cosa mala que pueda imaginar la mente humana, cada desastre existente, cada aspecto negativo de nuestra existencia afectan siempre de manera directa a los niños y siempre lo hemos sabido. ¿por qué entonces izar banderas cuando no se ha hecho suficiente o no se ha prestado atención, volteando la vista hacia otro lugar cuando algo podía haberse hecho? O tal vez si, tal vez se ha hecho algo más que enarbolar discursos, pero ha sido acaso suficiente, o solamente el mínimo que nos permite dormir tranquilos en la noche, con una sonrisa por haber ayudado a cambiar la historia de una, de cientos de personas, aún sin cambiar las bases y la estructura de ese sistema que perpetuará la necesidad de seguir clamando por el futuro como una bandera de lucha.
Pensar en los niños y actuar es una condición necesaria para la sostenibilidad, pero este pensamiento debe ser integral y no estar sesgado por intereses particulares, no se trata de un discurso pensado para ganar adeptos ni tampoco de tomar acciones solamente donde podemos. Estamos aportando granitos de arena, pero no sabemos qué queremos construir: una playa, un desierto, una casa, un jardín zen. El resultado final dependerá de la visión común, y no vamos a hacerlo simplemente clamando pensar en el futuro sin saber cuál, cada campaña individual es sesgada y por ello, no más que la demostración de la hipocresía que esconde el discurso: no estamos realmente pensando en los niños, estamos impulsando en su nombre una agenda y tal vez, lo que clamamos, de llegar a hacerse cierto, les convenga.
El discurso de adecuación y protocolización para la apertura de las escuelas no es más que una campaña si nunca hemos hecho nada por las escuelas que se han caído, edificios vacíos de contenido y de futuro. Abrir las escuelas para salvar la salud mental de los niños es una propuesta vacía si nunca se ha apostado más que a una jornada de socialización que ignora el hambre, la estructura, las necesidades básicas o la calidad del proceso, por el que, siendo honestos, nunca se ha clamado. Salvar sus mentes y su alma de la inmoralidad de la educación sexual que les enseña algo más que la creación y el pecado de conocer sus propios cuerpos al tiempo que se esconden actos de violencia sexual y se victimizan hasta el silencio a quienes sufren el abuso de parte de aquellos que deberían estar a cargo de su protección. Cuidar los valores que guían nuestra sociedad ilustrada mientras enseñamos con el mal ejemplo, cuidar a los niños mientras les enseñamos a envenenar su cuerpo y su mente en nombre del dios consumo.
Salvar a los niños ha sido y parece ser que será, un plan dejado al azar y envuelto en un discurso dotado de buenas intenciones sin acciones reales, si realmente quieren hacer algo, les pediría empezar por dejar de manosearlos en sus narrativa para esconder tras rostros inocentes una campaña ideológica. O ampliar quizá la visión y dotar el discurso de contenido e intenciones reales: la búsqueda integral de soluciones de largo plazo que permita satisfacer las necesidades de las generaciones presentes, sin comprometer a las generaciones futuras, sus sueños, sus anhelos y sus necesidades.