En las paredes de mi habitación de adolescencia, entre varios afiches de The Beatles, había uno de una película: “Corazón valiente”, la de Mel Gibson. Lo recuerdo por la frase que me motivó a colgarlo: “Todos los hombres mueren, no todos realmente viven”. Y me quedo con la primera parte de la frase, confiando en que al final pueda congraciarme con la segunda; sí, todos moriremos, eso lo tengo claro, probablemente desde que escogí dedicarme a los cuidados paliativos, sobre todo siendo pediatra… ¿A qué pediatra se le ocurre dedicarse a acompañar niños (y familias) que pueden morir? Probablemente porque no se trata solo de eso.
El tema es que la muerte siempre está allí; desde niños, con el pollito de colores que nos dieron en la fiesta de cumpleaños en los ochenta y que terminó saltando desde el quinto piso del apartamento donde vivíamos, desde entonces, como mínimo, supimos que existía la muerte. También la conocimos en las noticias que, incesantes en este país, nos han mostrado masacres, desapariciones, tomas y ejecuciones. Y, claro, a medida que crecemos y vemos cómo los abuelos, que antes eran cuatro, se van restando año tras año.
El primer abuelo que murió fue Jesús. Cantante, borracho, ebanista, lutier y sobandero, siempre me acompañó en las noches con cuentos y fábulas que había oído o se inventaba. Médico frustrado, aliviaba todas las descomposturas posibles con la habilidad de un ortopedista versado; no era el sobandero que desacomoda lo que está bien, no, con libros de anatomía que no sé de donde había sacado, metódicamente reducía las fracturas que luego entablillaba. Tenía el registro de las más de quinientas que había resuelto en su vida (y unas cuatro fracturas abiertas), con lo que, insisto, hubiese sido un excelente médico. Con un corazón gigante, probablemente del amor que me tenía y la falla cardíaca que lo acompañaba, los últimos meses se mantuvo en urgencias, al borde de la muerte. Finalmente, no fue el corazón el que se lo llevó: un cáncer de próstata lo dejó en unos meses en los huesos. El hombre vivaz de ojos azules y nariz aguileña se convirtió en esos días finales en un ser que sufría los dolores de una enfermedad que se había extendido por todo su cuerpo. Siempre vuelve mi mente al final de su vida, la agonía del aire que no entraba y yo entre lágrimas pidiéndole a Dios que se lo llevara pronto. “Las personas no tienen por qué morir así”, pensé. Puede ser un primer indicio de cómo llegué a dedicarme a lo que hago.
Con su esposa, mi abuela, vivimos lo mismo unos años después. También era solo amor y ternura, que expresaba preparándonos los alimentos más maravillosos que me he podido comer. Uno, dos, tres cuartos de arepa más, caían sin cesar en el plato hasta que ya no podía más. ¡Lo que daría ahora por al menos un plato de arroz de ella! El cáncer, esta vez de mama, también se la cargó, y con dolores y sufrimientos ante la falta de asistencia de un especialista que se encargara de darle paz en esos días finales. Mis tíos intentaron todo hasta lo último por no dejarla ir, por buscar el milagro que la ciencia le negaba: vitaminas, sueros, antídotos llegaron de muchos lados ofreciéndose como cura. De nada sirvió; como ahora lo vivo con mis pacientes, solo valió para aumentar esa agonía de no entender cómo el mundo se viene abajo cuando no queda más vida.
Si algo puedo agradecer de estas dos experiencias, lo primero será que pude estar con ambos, a su lado, sobrepasado de tristeza, pero reconfortado por poder acompañarlos; y lo segundo, que pudieron hacerlo en su casa, rodeados de quienes los queríamos. Sin embargo, apenas si hubo medicamentos para el dolor, apenas si hubo alguien que acompañara las decisiones, quien diera calma y tranquilidad, que nos hiciera entender que había mucho por hacer para que no sufrieran.
Estaba estudiando medicina cuando conocí uno de los primero pacientes que me marcó, uno de los que me llevó a querer ser pediatra, sin saber que también me motivaría a estudiar paliativos cuando no sabía que existían los paliativos… Porque la otra parte es que parece como si a los médicos nos ocultaran los cuidados paliativos; en medio de la necesidad de dejarnos claro que nuestra única función es luchar contra la muerte, que la muerte es una derrota, que parece que los seres humanos nos morimos solamente el día que lo decidimos hacer y de una manera inmediata y automática, y no a través de una enfermedad, poco o nada o nos enseñan qué es acompañar a un moribundo, a alguien con una enfermedad crónica y compleja. No, eso es de débiles, eso no puede pasar, o los salvamos o que se vayan para su casa porque no hay nada más para hacer.
Pues bien, siguiendo con mi relato, estaba estudiando en medicina y rotaba por pediatría cuando llegó un niño de pocos años con su mamá con muchos años (tal vez demostraba más de los que tenía con todo lo vivido con ese hijo). El niño tenía una masa en la pelvis y el dolor y el sufrimiento de ambos era impresionante, y en medio de todo ese drama, la imagen que tengo no es la de la mamá consolando al hijo, sino lo contrario: una madre llorando calladamente, con la cabeza apoyada en el cuerpo de su hijo, mientras él le acariciaba su cabello, consolándola. Es el amor más puro que haya visto. Es una imagen que nunca se me va a borrar, como tampoco se me va a borrar la del pollito cayendo por el desagüe del balcón o la de mi abuelo, apenas pudiendo probar bocado mientras se retorcía del dolor, o la de mi abuela, aguantando hasta el final, como la de cientos de pacientes que he visto estos años y a los que espero haberles podido ofrecer algo más que alivio hasta el final de sus vidas; espero haberles dado algo de vida hasta el último momento.
Entonces, en medio de tanto dolor no hubo otra que empezar a aprender sobre estos pacientes y sus familias; recordar lo que había vivido en mi familia y con las familias en los hospitales. Ha sido un camino duro, pero ni cercano a lo que seguro ellos han vivido. Es la respuesta habitual cuando me preguntan en qué estaba pensando cuando me decidí a estudiar esto: “Duro, sí, pero alguien tiene que hacerlo”. Y parte del problema radica en que en nuestro país no hay manera de formarse en cuidados paliativos pediátricos, por lo que tuve que viajar a España y Argentina para aprender, y por lo que tampoco hay forma de homologar en este país lo que aprendí allá; algún día será, qué más da, realmente es lo de menos cuando se hace lo que te llena.
Ojalá que nadie tenga que sufrir al final, pero tampoco al comienzo ni en el medio; los cuidados paliativos pueden ayudar en cada uno de esos momentos. Que todos morimos es cierto, pero no tiene por qué ser una mala muerte; parafraseando al afiche de Mel, que tal vez no todas las personas realmente vivimos, pero ojalá quede algo (o mucho) de esa vida hasta el final.