La consulta presidencial del Pacto Histórico —la del 26 de octubre— no parece una fiesta democrática. Más bien se siente como un espejo empañado. Y no cualquiera: uno de esos que devuelven la imagen distorsionada de lo que alguna vez fue una esperanza colectiva.
Lo que debería ser un momento para pensar el país, contrastar visiones y renovar el pacto con la gente, se ha vuelto una disputa de corrientes, etiquetas y egos. Hay más estrategia que convicción, más cálculo que ideología. Y, como suele pasar en la política colombiana, las palabras grandes —cambio, justicia, dignidad— se desgastan de tanto usarse sin que nada cambie.
Las redes hacen su parte. En X, en TikTok o en los programas de opinión todos parecen tener el mapa exacto del futuro. Se habla de “unidad” mientras se cuentan las tendencias. Se invoca la ética mientras se negocian apoyos. Se aplaude la democracia interna pero nadie acepta perder. Es un teatro conocido, solo que ahora los actores visten de rebeldes.
El Pacto llegó al poder con la promesa de hacer historia. Y lo hizo. Pero ahora enfrenta lo más difícil: no repetirla. Lo que antes era mística se volvió procedimiento; lo que antes era indignación, administración. Weber lo dijo mejor que nadie: el poder transforma incluso a quien jura no transformarse.
Y ahí estamos, en el centro de la paradoja. Los que vivían para la política ahora parecen vivir de la política. Los que se rebelaron contra la élite ahora la reproducen en versión progresista. Los tecnócratas de derecha se fueron, pero los burócratas del cambio llegaron con el mismo manual, solo que con citas de Marx en lugar de powerpoints.
No es pesimismo, es diagnóstico. La consulta del 26 no solo elige un nombre, elige un rumbo. ¿Será el progresismo capaz de pensar más allá del líder? ¿De sostener una conversación sin culpar al enemigo interno ni al algoritmo? ¿De entender que gobernar no es acumular hashtags sino sostener coherencia?
Porque si los viejos partidos se derrumbaron por cinismo, los nuevos movimientos corren el riesgo de derrumbarse por incoherencia. Y la incoherencia no da titulares, pero sí tumba procesos.
Por mi parte, sigo creyendo que la izquierda todavía puede corregir el rumbo, que puede mirarse al espejo sin maquillarse y decir: “sí, nos torcimos un poco, pero aún hay camino”. Esa sería una verdadera revolución: la de la autocrítica.
Como ciudadano, quiero creer que el 26 no será una cita más con el desencanto. Como académico, me interesa leer entre líneas la metamorfosis del poder. Pero como padre, me duele pensar que Santiago crezca viendo cómo hasta los que llegaron con el fuego en las manos terminan apagándolo con la rutina del poder. La consulta no define solo un candidato. Define si el cambio fue un discurso o una ética. Si la izquierda se atreve a ser gobierno sin dejar de ser conciencia.
Fuera de la columna:
Mientras tanto, en el Congreso preparan otra reforma, en la Corte revisan otra tutela, y en la esquina de siempre, un ciudadano cualquiera sigue esperando que el cambio llegue antes de que suba otra vez la gasolina.
