A veces en este país las noticias no estallan, supuran. El fallo condenatorio de Álvaro Uribe Vélez a 12 años no llegó como un rayo fulminante; en cambio, fue el final de una oración larga que muchos creíamos no terminaría. Una oración escrita con muertos, con escuchas, con testigos desaparecidos, con curules otorgadas a dedo y con discursos que comienzan en la patria y terminan en la finca. Pero esto no es justicia poética ni redención histórica, es apenas un fallo. Uno entre muchos que aún deben escribirse.
El fallo no debería sorprendernos, y sin embargo lo hace. No por el veredicto en sí, sino por todo lo que pone en evidencia: el miedo que todavía nos habita, la memoria selectiva del país, y el abismo entre la verdad íntima y la verdad jurídica.
En una nación que ha edificado sus consensos alrededor del silencio —el que guarda el campesino cuando lo amenazan, el del político que se acomoda, el del académico que modula su crítica—, lo verdaderamente disruptivo no es que se condene a un expresidente. Lo verdaderamente inquietante es que el mito empiece a tambalearse.
No hay júbilo legítimo en ver a nadie condenado. Pero sí hay un respiro —breve, frágil— en saber que el sistema puede, a veces, fracturar el blindaje del poder. Que la palabra de un testigo no siempre es sepultada por la estructura que lo amenaza. Que el Estado no es enteramente cómplice de sí mismo.
Lo engañoso es pensar que, con el fallo contra Uribe, “un hombre tranquilo” se siente en el banquillo ahora de los condenados, se desmonta un régimen o simplemente se acaba la anormalidad. La figura de Uribe ha sido, por años, una estructura fundamental de un dispositivo que no acepta preguntas ni tolera contradicciones. La política del enemigo interno, del todo vale, del quien no está conmigo está con las FARC. Sabemos que hay territorios en los que la institucionalidad era apenas un disfraz. Sabemos que los líderes asesinados no fueron “daños colaterales” sino costos deliberadamente asumidos. Y aun así, cuando el sistema empieza a corregirse, nos invade la sospecha: “¿Será que esto es real?”. “¿Será que esta vez sí?”. “¿Será que el poder se deja juzgar?”.
Como padre, me niego a heredarle a mi hijo un país incapaz de responderse esas preguntas. Como académico, me niego a seguir escribiendo sin nombrar lo que duele. Como ciudadano, creo que es tiempo de reconfigurar lo público desde la honestidad más incómoda.
No se trata de celebrar el fallo en primera instancia. Se trata de celebrar la posibilidad de justicia. De entender que los ciclos no se cierran solos, y que los pactos de silencio se sostienen mientras todos sigamos mirando para otro lado. Hoy no escribo solo por Uribe. Escribo por el país que somos cuando dejamos de tener miedo. Por el país que amamos de una forma extraña y a veces disfuncional. Porque si algo nos ha enseñado este tiempo es que el amor y el poder comparten una raíz: la capacidad de sostener lo que es verdadero, incluso cuando duele.
Con esta condena, algo se mueve en esa impunidad consentida que ha venido operando desde hace años con el miedo a su favor y el aplauso como bandera. No es solo el expresidente. Es el uribismo como dispositivo emocional y jurídico. Como doctrina de defensa personal convertida en partido. Como maquinaria de deseos y odios. El síntoma explica la irritación en todos los polos: no porque no lo supiéramos, sino porque ya está escrito.
La pregunta, entonces, es qué haremos quienes no escribimos sentencias ni dictamos clases de ética con este símbolo. ¿Vamos a quedarnos en el disfrute de ver la moral del otro caída? ¿Disfrutaremos con memes y caricaturas el fallo a modo de venganza?¿O comprenderemos que, aunque esto nos marque un antes y un después, no nos exime de actuar, pensar, proponer?
Porque la democracia no se defiende sola. No se rescata con tanques de guerra. Ni siquiera con la caída de un ídolo; si el altar queda intacto, la próxima caída es nuestra.
Ahí lo tienen renunciando a la prescripción justo cuando las campañas electorales de 2026 para Senado, Sámara y presidenciales están arrancando. No. La condena en primera instancia no es el final, es apenas una fisura en la roca. Un pequeño deslizamiento en el muro de las verdades. Una señal de que, a despecho de la historia, esta, a veces, en Colombia también da la vuelta. Y, ahora, depende de nosotros, si aprovechamos la fisura para sembrar justicia o la llenamos de silencio. Veremos cómo nos comportamos en elecciones.
Fuera de la Columna…
Volvimos porque los extrañamos y nos extrañamos a nosotros mismos haciendo esto. Adelante Los Juanetes!!
